> HISTORIA Y GEOGRAFIA NIVEL MEDIO: febrero 2014

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Prof. Federico Cantó

domingo, 23 de febrero de 2014

Los comerciantes en la Edad Media

Los comerciantes
Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

A falta de datos es imposible, como ocurre casi siempre en lo que se refiere a problemas de origen, exponer con suficiente precisión la formación de la clase comerciante que suscitó y extendió a través de Europa occidental el movimiento comercial cuyos orígenes hemos esbozado.
En ciertas regiones, el comercio aparece como un fenómeno primitivo y espontáneo. Así ocurrió, por ejemplo, en la aurora de la historia, en Grecia y en Escandinavia. La navegación es en aquellos lugares tan antigua por lo menos como la agricultura. Todo invitaba a los hombres a embarcarse en ella: sus costas profundamente escarpadas, la abundancia de pequeñas bahías, el atractivo de las islas o de las playas que se perfilaban en el horizonte y que incitaban a arriesgarse en el mar tanto más cuanto más estéril era el suelo natal. La proximidad de civilizaciones más antiguas y mal defendidas prometía además fructíferos pillajes. La piratería fue la iniciadora del tráfico marítimo. Ambas se desarrollaron juntas durante mucho tiempo, tanto en los navegantes griegos de la época homérica como en los vikingos normandos.
Es necesario indicar que nada parecido se puede encontrar en la Edad Media, en la que no aparece ningún rastro de este comercio heroico y bárbaro. Los germanos que invadieron las provincias romanas en el siglo v eran completamente ajenos a la vida marítima. Se contentaban con apoderarse de la tierra firme y la navegación mediterránea continuó, como en el pasado, desempeñando el papel que le había sido asignado bajo el Imperio.
La invasión musulmana, que produjo su ruina y cerró el mar, no provocó ninguna reacción. Se aceptó el hecho consumado y el continente europeo, privado de sus salidas tradicionales, se confinó durante largo tiempo en una civilización esencialmente rural. El esporádico comercio que judíos, buhoneros y mercaderes ocasionales practicaban durante la época carolingia era demasiado débil y, por si fuera poco, fue prácticamente reducido a la nada por las invasiones de los normandos y sarracenos, de manera que no hay razón para considerarlo como el precursor del renacimiento comercial, cuyos primeros síntomas podemos situar en el siglo x.
¿Es posible admitir, como parecería natural a primera vista, que se formase poco a poco una clase comercial en el seno de masas agrícolas? Nada hay que permita creerlo. En la organización social de la Alta Edad Media, donde cada familia, de padres a hijos, se hallaba vinculada a la tierra, no vemos qué razón podría impulsar a los hombres a preferir, en lugar de una existencia asegurada por la posesión de tierras, la existencia aleatoria y precaria del comerciante. El afán de lucro y el deseo de mejorar su condición debían estar además singularmente poco extendidos en una población acostumbrada a un genero de vida tradicional, sin ningún contacto con el exterior, donde no se producía ninguna novedad ni curiosidad y en la que indudablemente faltaba el espíritu de iniciativa. La asistencia a los pequeños mercados radicados en las ciudades y en los burgos no proporcionaba a los campesinos más que escasos beneficios, que no les inspiraban deseos, ni les hacían entrever la posibilidad de un género de vida basado en el intercambio. Desde luego, la idea de vender su tierra para procurarse dinero líquido no se le ocurrió a ninguno de ellos. El estado de la sociedad y de las costumbres se oponía a ello de manera invencible. En resumen, no se tiene el menor indicio de que jamás alguien haya soñado en una operación tan arriesgada como azarosa.
Algunos historiadores han considerado como los antepasados de los mercaderes de la Edad Media a los servidores encargados por las grandes abadías de conseguir los productos indispensables para su sustento e, indudablemente también algunas veces, de vender, en los mercados vecinos, el excedente de sus cosechas o de sus vendimias. Esta hipótesis, por ingeniosa que sea, no resiste a un examen. En primer lugar, los «mercaderes de abadías» eran demasiado escasos como para ejercer una influencia de cierta importancia. Además no eran negociantes autónomos, sino empleados dedicados exclusivamente al servicio de sus dueños. No se puede comprobar que hayan practicado el comercio por su cuenta. No se ha conseguido, y ciertamente no se ha de conseguir jamás, establecer entre éstos y la clase comerciante, cuyo origen buscamos aquí, una posible relación.
Todo lo que se puede afirmar con seguridad es que la profesión de comerciante aparece en Venecia en una época en la que aún nada podrá hacer prever su expansión en la Europa occidental. Casiodoro, en el siglo vi, describe ya a los venecianos como un pueblo de marinos y mercaderes. Sabemos con seguridad que en el siglo ix se habían producido en la ciudad enormes fortunas. Además, los tratados comerciales que firmó la ciudad por aquel entonces con los emperadores carolingios o con los de Bizancio no dejan lugar a dudas sobre el género de vida de sus habitantes. Por desgracia no se conserva ningún dato acerca del procedimiento por el que acumulaban sus capitales y practicaban sus negocios. Es casi seguro que la sal, desecada en los islotes de la laguna, fuera objeto, desde muy antiguo, de una exportación lucrativa. El cabotaje a lo largo de las costas del Adriático y, sobre todo, las relaciones de la ciudad con Constantinopla produjeron beneficios aún más abundantes. Es sorprendente comprobar de qué manera se ha perfeccionado ya en el siglo x el ejercicio del negocio en Venecia. En una época en la que la instrucción es monopolio exclusivo del clero en toda Europa, la práctica de la escritura está ampliamente difundida en Venecia y es absolutamente imposible no poner en relación este curioso fenómeno con el desarrollo comercial. También es posible suponer, con bastante verosimilitud, que el crédito le ha ayudado desde épocas remotas a conseguir el grado de desarrollo qué alcanzo. Es cierto que nuestros datos al respecto no van más allá del comienzo del siglo xi, pero la costumbre del crédito marítimo aparece tan desarrollada en esta época que es necesario remontar su origen a una fecha más antigua.
El mercader veneciano obtiene de un capitalista, con un interés que se eleva por lo general al 20 por 100, las sumas necesarias para constituir una carga. Se fleta un navío por cuenta de varios mercaderes que trabajan en común. Los peligros de la navegación tienen como consecuencia que las expediciones marítimas se hagan en flotillas formadas por muchos navíos, provistos de una tripulación numerosa convenientemente armada . Todo indica que los beneficios son extraordinariamente abundantes. Los documentos venecianos no nos proporcionan apenas datos precisos, pero podemos suplir su silencio gracias a las fuentes genovesas. En el siglo xii, el crédito marítimo, el equipamiento de los barcos y las formas del negocio son las mismas en ambas partes . Lo que sabemos acerca de los enormes beneficios conseguidos por los marinos genoveses debe ser, por consiguiente, igualmente válido para sus precursores venecianos. Y sabemos lo suficiente como para poder afirmar que el comercio, y sólo el comercio, pudo, en ambos lados, proporcionar abundantes capitales a aquellos cuya suerte fue favorecida por la energía y la inteligencia .
Pero el secreto de la fortuna tan rápida y prematura de los mercaderes venecianos se encuentra indudablemente en la estrecha relación que vincula su organización comercial con la de Bizancio y, a través de Bizancio, con la organización comercial de la Antigüedad. 
En realidad, Venecia no pertenece a Occidente nada más que por su situación geográfica; pues le es ajena tanto por el tipo de vida que lleva como por el espíritu que la anima. Los primeros colonos de las lagunas, fugitivos de Aquilea y de las ciudades vecinas, aportaron la técnica y el utillaje económico del mundo romano. Las relaciones constantes, y cada vez más activas, que desde entonces mantuvo la ciudad con la Italia bizantina y con Constantinopla, salvaguardaron y desarrollaron esta preciosa herencia. En resumen, entre Venecia y el Oriente, que conserva la tradición milenaria de la civilización, no se perdió jamás el contacto. Podemos considerar a los navegantes venecianos como los continuadores de aquellos navegantes sirios que hemos visto frecuentar de una manera tan activa, hasta los días de la invasión musulmana, el puerto de Marsella y el mar Tirreno. No necesitaron, pues, un largo y penoso aprendizaje para iniciarse en el gran comercio. La tradición no se perdió jamás y esto basta para explicar el lugar privilegiado que ocupan en la historia económica de la Europa Occidental. Es imposible no admitir que el derecho y las costumbres comerciales de la Antigüedad no sean la causa de la superioridad que manifiestan y del progreso que consiguieron alcanzar . Estudios detallados demostrarán algún día la hipótesis de lo que aquí anunciamos. No se puede dudar que la influencia bizantina, tan sorprendente en la constitución política de Venecia durante los primeros siglos, haya interesado también a su constitución económica. En el resto de Europa, la profesión comercial surgió tardíamente de una civilización en la que toda huella se había perdido desde hacía mucho tiempo. En Venecia, es contemporánea a la formación de la ciudad y supone una supervivencia del mundo romano.
Venecia ejerció una profunda influencia sobre las otras ciudades marítimas que, en el curso del siglo xi. comenzaron a desarrollarse: Pisa y Genova, en primer lugar, más tarde Marsella y Barcelona. Pero no parece que haya intervenido en la formación de la clase comerciante, gracias a la cual la actividad comercial se difundió paulatinamente desde las costas del mar al interior del continente. Nos encontramos aquí en presencia de un fenómeno totalmente diferente y que no permite de ninguna manera vincularlo a la Antigüedad. Sin duda se pueden hallar, desde épocas remotas, a mercaderes venecianos en Lombardía y al norte de los Alpes, pero no hay pruebas de que hayan fundado colonias. Las condiciones del comercio terrestre son por lo demás bastante diferentes de las del comercio marítimo como para que exista la tentación de atribuirlas una influencia que además no revela ningún texto.
En el curso del siglo x es cuando se constituye nuevamente, en la Europa continental, una clase de comerciantes profesionales cuyos progresos, muy lentos en principio, se van acelerando a medida que avanzan los siglos . E1 aumento de población que comienza a manifestarse en la misma época está evidentemente en relación directa con este fenómeno. Efectivamente, este aumento tuvo por resultado liberar del campo a un número cada vez más considerable de individuos y abocarlos a ese tipo de existencia errante y azarosa que, en toda las civilizaciones agrícolas, es el destino de aquellos que ya no pueden seguir trabajando en la tierra. Multiplicó la masa de vagabundos pululantes a través de la sociedad, viviendo de las limosnas de los monasterios, contratándose en épocas de cosecha, alistándose en el ejército en tiempos de guerra y no retrocediendo ante la rapiña y el pillaje cuando la ocasión se presentaba. Entre esta masa de desarraigados y aventureros hay que buscar sin duda alguna los primeros adeptos al comercio. Su género de vida les impulsaba naturalmente hacia os lugares en los que la afluencia de hombres permitía esperar algún beneficio o algún encuentro afortunado. Aunque frecuentaban asiduamente las peregrinaciones, no se sentían menos atraídos por los puertos, mercados y ferias. Allí se contrataban como marineros, remolcadores de barcos, cargadores o estibadores. El carácter enérgico, templado por la experiencia de una vida llena de imprevistos, debía abundar entre ellos. Muchos conocían lenguas extranjeras y estaban al corriente de las costumbres y de las necesidades de diferentes países . Si se presentaba una oportunidad afortunada, y sabemos que las oportunidades son numerosas en la vida de un vagabundo, estaban entusiásticamente dispuestos a sacarle provecho. Una pequeña ganancia, con habilidad e inteligencia, se puede transformar en una considerable ganancia. Así debía ocurrir al menos en una época en la que la insuficiencia de la circulación y la relativa escasez de las mercancías ofrecidas al consumo debían mantener los precios muy elevados. El hambre, que esta insuficiente circulación multiplicaba en toda Europa, tanto en una provincia como en otra, aumentaba también las posibilidades de enriquecerse para el que supiera aprovecharlas . Bastaba transportar algunos sacos de trigo oportunamente a un determinado lugar para conseguir pingües beneficios. Para un hombre astuto, que no reparase en esfuerzos, la fortuna reservaba, pues, fructíferas operaciones. Y ciertamente, del seno de la miserable masa de estos harapientos errantes, no tardarían en surgir nuevos ricos.
Felizmente, se cuenta con algunos datos oportunos para poder verificar que ocurrió de esta manera. Bastará citar el más característico: la biografía de San Goderico de Fínchale .
Nació a finales del siglo xi, en Lincolnshire, de campesinos pobres, y tuvo que ingeniárselas desde la infancia para encontrar medios de subsistencia. Como otros muchos miserables de cualquier época, se convirtió en vagabundo por las playas, a la búsqueda de restos de naufragios arrojados por las olas. Más tarde le vemos, quizá tras algún hallazgo afortunado, transformarse en buhonero y recorrer el país cargado de pacotilla. Al cabo del tiempo, junta algunas monedas y, un buen día, se une a una comitiva de mercaderes que encuentra en el curso de sus andanzas y a la que sigue de mercado en mercado, de feria en feria y de ciudad en ciudad. Convertido de esta manera en negociante profesional, consigue rápidamente beneficios de tal índole como para permitirse asociarse con algunos compañeros, fletar con ellos un barco y emprender el cabotaje a lo largo de las costas de Inglaterra y Escocia, de Dinamarca y Flandes. La sociedad prospera según sus deseos; sus operaciones consisten en transportar al extranjero los productos que sabe que son allí escasos y en adquirir, en contrapartida, en aquellos mismos lugares, las mercancías que luego venderá en lugares donde su demanda es mayor y donde se pueden conseguir lógicamente los beneficios más lucrativos. Al cabo de algunos años, esta inteligente costumbre de comprar a buen precio y de vender muy caro hace de Goderico un hombre considerablemente rico. Es entonces cuando, tocado por la gracia, renuncia súbitamente a la vida que había llevado hasta entonces, da sus bienes a los pobres y se convierte en eremita.


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La historia de San Goderico, si se suprime el desenlace místico, fue la de muchos otros. Nos muestra con perfecta claridad cómo un hombre surgido de la nada pudo, en un tiempo relativamente corto, amasar una considerable fortuna. Las circunstancias y la suerte contribuyeron sin duda a su fortuna, pero la causa esencial de su éxito, y el biógrafo contemporáneo a quien debemos el relato insiste profusamente en ello, es la inteligencia o, mejor dicho, el sentido de los negocios . Goderico se nos muestra como un calculador dotado de ese instinto comercial que no es raro encontrar en cualquier época en naturalezas emprendedoras. La búsqueda del interés dirige todas sus acciones y se puede reconocer en él claramente ese famoso «espíritu capitalista» (spiritus capitalisticus), del que se nos quiere hacer creer que sólo data del renacimiento. Es imposible mantener que Goderico ha practicado los negocios solamente para cubrir sus necesidades cotidianas. En lugar de guardar en el fondo de un cofre el dinero que ha ganado, lo utiliza para afianzar y extender su comercio. No temo emplear una expresión demasiado moderna al decir que los beneficios que obtiene son empleados a medida que van llegando para aumentar su capital circulante. Es igualmente sorprendente observar cómo la conciencia de ese futuro monje está completamente libre de cualquier escrúpulo religioso. Su preocupación por buscar para cada producto el mercado que le producirá el máximo de beneficios está en flagrante oposición con la doctina de la Iglesia que castiga todo tipo de especulación y con la doctrina económica del precio justo .
La fortuna de Goderico no se puede explicar solamente por la habilidad comercial. En una sociedad tan brutal como la del siglo xi, la iniciativa privada no podía obtener éxito si no era mediante la asociación. Demasiados peligros amenazaban la existencia errante del vagabundo, como para que no se percatase de la necesidad primordial de agruparse para su defensa. Además, otros motivos le impulsaban a buscar compañía. Si en ferias o en mercados surgía una disputa, hallaba en ellos los testigos o las garantías que respondían por él ante la justicia. En sociedad podía comprar las mercancías en una cantidad que, estando reducido a sus propios recursos, no hubiese sido capaz de adquirir. Su crédito personal aumentaba en función del crédito de la colectividad de la que formaba parte y, gracias a ello, podía hacer frente a la competencia de sus rivales. El biógrafo de Goderico nos relata en términos precisos cómo, desde el día en que su héroe se asoció a un grupo de mercaderes viajeros, sus negocios empezaron a prosperar. Actuando de esta manera no hacía sino adaptarse a las costumbres. El comercio de la Alta Edad Media sólo se concibe bajo esta forma primitiva de la que la caravana es la manifestación más característica. Esta es posible gracias a las mutuas seguridades que establecen entre sus miembros, a la disciplina que les impone, al reglamento al que los somete. Poco importa que se trate del comercio marítimo o terrestre, el espectáculo es siempre el mismo. Los barcos sólo navegan agrupados en flotillas, al igual que los mercaderes recorren el país en bandas. Para ellos la seguridad está garantizada por la fuerza, y la fuerza es la consecuencia de la unión.
Sería un absoluto error creer que las asociaciones comerciales, cuyo rastro se puede seguir desde el siglo x, son un fenómeno específicamente germano. También es verdad que los términos que han servido para designarlas en Europa septentrional, gildes y hanses, son originarios de Alemania, pero el hecho de la agrupación se encuentra por todas partes en la vida económica y, sean cuales sean las diferencias de detalle que presente según las regiones, en lo esencial es igual en cualquier sitio, porque en cualquier sitio existían las mismas condiciones que lo hacían indispensable. En Italia, como en los Países Bajos, el comercio sólo pudo difundirse gracias a la colaboración. 
Las «hermandades», las «caridades» y las «compañías» mercantiles de los países de lengua románica son exactrnente análogas las gildes y hanses de las regiones germánicas . Lo que ha dominado a la organización económica no son de ninguna manera los «genios nacionales», son las necesidades sociales. Las instituciones primitivas del comercio fueron tan cosmopolitas como las feudales.
Las fuentes nos permiten hacernos una idea exacta de las agrupaciones comerciales que, a partir del siglo x, son cada vez más numerosas en la Europa occidental . 
Hay que imaginarlas como bandas armadas cuyos miembros, provistos de armas y espadas, rodean a los caballos y a las carretas cargadas de sacos, fardos y toneles. A la cabeza de la caravana marcha "su" portaestandarte. Un jefe, el Hansgraf o Deán, asume el mando de la compañía, la cual se compone de «hermanos» unidos entre sí por un juramento de fidelidad. Un espíritu de estrecha solidaridad anima a todo el grupo. Las mercancías son, según parece, compradas y vendidas en común y los beneficios repartidos en proporción a la aportación hecha por cada uno a la asociación.
Es muy probable que estas compañías, por lo general, hayan realizado viajes muy largos. Nos equivocaríamos de medio a medio si nos imagináramos el comercio de esta época como un comercio local, estrechamente limitado a la órbita de un mercado regional. Ya indicamos cómo los negociantes italianos llegaron hasta París y hasta Flandes. A finales del siglo x, el puerto de Londres es frecuentado regularmente por mercaderes de Colonia, Huy, Dinant, Flandes y Rúan. Un texto nos habla de cómo gentes de Verdún traficaban con España . En el valle del Sena, la Hansa parisiense de los mercaderes del agua está en relación constante con Rúan. El biógrafo de Goderico, al comentarnos sus expediciones en el Báltico y en el mar del Norte, nos muestra al mismo tiempo las de sus acompañantes.
Por tanto, es el gran comercio a larga distancia se prefiere un término más preciso, el comercio a larga distancia, el que ha caracterizado el renacimiento económico de la Edad Media.
De la misma manera que la navegación de Venecia y de Amalfi y, más tarde, la de Pisa y Genova realiza desde un principio travesías de largo alcance, los mercaderes del continente se pasan la vida vagabundeando por vastas zonas . Era para ellos el único medio de conseguir beneficios considerables. Para obtener precios elevados era necesario ir a buscar lejos los productos que se encontraban allí en abundancia, a fin de poder revenderlos después con provecho en aquellos lugares en los que su escasez aumentaba el valor. Cuanto más alejado era el viaje del mercader tanto más provecho sacaba. Y se explica sin dificultad que el afán de lucro fuera tan poderoso como para contrarrestar las fatigas, los riesgos y los peligros de una vida errante y expuesta a todos los azares. Salvo en invierno, el comerciante de la Edad Media está permanentemente en ruta. Los textos ingleses del siglo xii le llaman pintorescamente con el nombre de «pies polvorientos» (pedes pulverosi) . Este ser errante, este vagabundo del comercio, debía sorprender, desde el principio, por lo insólito de su tipo de vida a la sociedad agrícola con cuyas costumbres chocaba y en donde no le estaba reservado ningún sitio. Suponía la movilidad en medio de unas gentes vinculadas a la tierra, descubría, ante un mundo fiel a la tradición y respetuoso de una jerarquía que determinaba el papel y el rango de cada clase, una mentalidad calculadora y racionalista para la que la fortuna, en vez de medirse por la Condición del hombre, sólo dependía de su inteligencia y de su energía. No podemos sorprendernos, pues, si produjo escándalo. La nobleza no tuvo más que desprecio para aquellos advenedizos, cuya procedencia era desconocida y cuya insolente fortuna resultaba insoportable. Se encolerizaba al verlos con mayores cantidades de dinero que ella misma; se sentía humillada por tener que recurrir, en momentos difíciles, a la ayuda de estos nuevos ricos. Excepto en Italia, donde las familias aristocráticas no vacilaron en aumentar su fortuna interesándose a título de prestamistas en las operaciones comerciales, el prejuicio de que la dedicación al comercio es denigrante permanece vivo en el seno de la nobleza hasta el fin del Antiguo Régimen.
En cuanto al clero, su actitud con respecto a los comerciantes fue aún más desfavorable. Para la Iglesia la vida comercial hacía peligrar la salvación del alma. El comerciante, dice un texto atribuido a San Jerónimo, difícilmente puede agradar a Dios. Los canonistas consideran el comercio como una forma de usura. Condenan la búsqueda de beneficios, a la que confunden con la avaricia. Su doctrina del justo precio pretendía imponer a la vida económica una renuncia y, para decirlo todo, un ascetismo incompatible con el desarrollo natural de ésta. Todo tipo de especulación les parecía un pecado. Y esta severidad no tuvo como causa la estricta interpretación de la moral cristiana, sino que es necesario atribuirla también ajas condiciones de vida de la Iglesia. La supervivencia de ésta dependía, en efecto, únicamente de la organización señorial, la cual ya vimos anteriormente hasta qué punto era ajena a la idea empresarial y lucrativa. Si a esto se añade el ideal de pobreza que el misticismo cluniacense otorgaba al fervor religioso, se podrá comprender sin esfuerzo la actitud de desconfianza y hostilidad con la que la Iglesia recibió el renacimiento comercial, al que consideró motivo de escando e inquietud .
Es preciso admitir que esta actitud no dejó de ser beneficiosa. Tuvo por resultado impedir que el afán de lucro se expandiese ilimitadamente; protegió, en cierta medida, a los pobres frente a los ricos, a los endeudados frente a los acreedores. La plaga de deudas que, en la Antigüedad griega y romana, se abatió tan penosamente sobre el pueblo, se consiguió evitar en la sociedad medieval y se puede creer que la Iglesia tuvo mucho que ver con esta solución feliz. El prestigio universal de que gozaba sirvió como freno moral. Si no fue lo suficientemente poderosa para someter a los mercaderes a la teoría del justo precio, sí lo fue, sin embargo, para lograr impedirles que se abandonaran sin remordimientos al afán de lucro. En realidad, muchos se inquietaban por el peligro a que exponían su salvación eterna con su género de vida. El miedo á la vida futura atormentaba su conciencia. En el lecho de muerte, eran muchos los que en su testamento fundaban instituciones de caridad o dedicaban una parte de sus bienes a devolver las sumas conseguidas injustamente. El edificante final de Goderico testimonia el conflicto que se debió desarrollar frecuentemente en sus almas entre las seducciones irresistibles de la riqueza y las prescripciones austeras de la moral religiosa que su profesión, a pesar de venerarlas, les obligaba a violar constantemente .
La condición jurídica de los comerciantes terminó por proporcionarles, en esta sociedad en la que por tantos motivos resultaban originales, un lugar completamente peculiar. A causa de la vida errante que llevaban, en todas partes eran extranjeros. Nadie conocía el origen de estos eternos viajeros. La mayoría procedían de padres no libres a los que habían abandonado desde muy jóvenes para lanzarse a la aventura. Pero la servidumbre no se prejuzga: hay que demostrarla. El derecho instituye que necesariamente es hombre libre aquel que no se le puede asignar un amo. Sucedió, pues, que hubo que considerar a los comerciantes, la mayoría de los cuales eran indudablemente hijos de siervos, como si hubiesen disfrutado siempre de libertad. De hecho, se liberaron al desarraigarse del suelo natal. En medio de una organización social en la que el pueblo estaba vinculado a la tierra y en la que cada miembro dependía de un señor, presentaban el insólito espectáculo de marchar por todas partes sin poder ser reclamados por nadie. No reivindican la libertad: les era otorgada desde el momento en que era imposible demostrarles qué no disfrutaban de ella. La adquirieron, por decirlo de alguna manera, por uso y por prescripción. En resumen, al igual que la civilización agraria había hecho del campesino un hombre cuyo estado habitual era la servidumbre, el comercio hizo del mercader un hombre cuyo estado habitual era la libertad. Desde entonces, en lugar de estar sometido a la jurisdicción señorial y patrimonial, sólo dependía de la jurisdicción pública. Los únicos que resultaron competentes para juzgarlos fueron los tribunales que aún mantenían, por encima de la multitud de cortes privadas, el antiguo armazón de la constitución judicial del estado franco .

La autoridad pública les tomó, al mismo tiempo, bajo su protección. Los príncipes territoriales, que tenían que proteger en sus condados la ley y el orden público y a quienes además correspondía la vigilancia de los caminos y la protección de los viajeros, ampliaron su tutela sobre los comerciantes.
Al actuar de esta manera no hicieron sino proseguir la tradición del Estado cuyos poderes habían usurpado. Ya Carlomagno en un imperio fundamentalmente agrícola, se había preocupado por mantener la libertad de circulación. Había dictado medidas a favor de los peregrinos y de los comerciantes judíos o cristianos, y las capitulares de sus sucesores demuestran que permanecieron fieles a esta política. Los emperadores de la casa de Sajonia actuaron de igual forma en Alemania y lo mismo hicieron los reyes franceses en cuanto tuvieron el poder. 
Además los príncipes tenían un gran interés en atraer a los mercaderes hacia sus países, donde aportaban una actitud nueva y aumentaban fructíferamente las rentas del telonio. Desde muy antiguo vemos cómo los condes toman enérgicas medidas contra el pillaje, vigilan el buen desenvolvimiento de las ferias y la seguridad de las vías de comunicación. En el siglo xi se realizan grandes progresos, y los cronistas constatan que hay regiones en las que se puede viajar con una gran bolsa de oro sin temor de ser despojados. Por su parte la iglesia castiga con la excomunión a los asaltantes de caminos, y las paces de Dios, de las que toma la iniciativa a fines del siglo X, protegen especialmente a los comerciantes. 
Pero no basta con que los comerciantes sean colocados bajo la tutela y la jurisdicción de los poderes públicos. La novedad de su profesión exige además que el derecho, realizado por una civilización basada en la agricultura, se flexibilice y se adapte a las necesidades primordiales que esta novedad le impone. El procedimiento judicial con su rígido y tradicional formalismo, con su morosidad, con su sistema de prueba tan primitivo como el duelo, con el abuso que hace del juramento absolutorio, con sus "ordalías" que dejan al azar la solución de progreso, es para los comerciantes una traba continua. 
Necesitan un derecho más sencillo, expeditivo y equitativo. En ferias y mercados elaboran entre sí una costumbre comercial (jus mercatorum), cuyas primeras huellas podemos sorprender en el curso del siglo X . Es bastante probable que desde tiempo inmemorial, este derecho se introdujera en la práctica jurídica, al menos para el proceso entre comerciantes. Debió constituir para ellos una especie de derecho personal, cuyo beneficio los jueces no tenían ningún motivo para rechazar .
Los textos que hacen alusión al tema no nos permiten desgraciadamente conocer el contenido. Era, sin duda, un conjunto de usos surgidos en el ejercicio del comercio y que se difundieron paulatinamente a medida que éste se fue extendiendo. Las grandes ferias, en las que se encontraban periódicamente mercaderes de diversos países y de las que sabemos que estaba provistas de un tribunal especial encargado de administrar justicia con prontitud, habían presenciado indudablemente la elaboración de un tipo de jurisprudencia comercial, fundamentalmente la misma en todas partes a pesar de las diferencias de los países, las lenguas y los derechos nacionales.
El comerciante aparece de esta manera no sólo como un hombre libre, sino como un privilegiado. Al igual que el clérigo y el noble, disfruta de un derecho excepcional, y escapa , como aquellos, al poder patrimonial y señorial que continuaba pesando sobre los campesinos.

sábado, 22 de febrero de 2014

Las cites y los burgos. Henry Pirenne


 Las cites y los burgos

Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

¿Existieron cites en medio de una civilización esencialmente agrícola como fue la de Europa Occidental durante el siglo ix? La respuesta a esta pregunta depende del sen­tido que se le dé a la palabra cité. Si se llama de esta manera a una localidad cuya población, en lugar de vivir del tra­bajo de la tierra, se consagra al ejercicio del comercio y de la industria, habrá que contestar que no. Ocurrirá también otro tanto si se entiende por cité una comunidad dotada de personalidad jurídica y que goza de un derecho y unas instituciones propias. Por el contrario, si se considera la cité como un centro de administración y como una forta­leza, se aceptará sin inconvenientes que la época carolingia conoció, poco más o menos, tantas cites como habrían de conocer los siglos siguientes. Lo cual supone que las suso­dichas cites carecían de dos de los atributos fundamentales de las ciudades de la Edad Media y de los tiempos moder­nos, una población burguesa y una organización municipal.
Por primitiva que sea, toda sociedad sedentaria manifiesta la necesidad de proporcionar a sus miembros centros de reunión o, si se quiere, lugares de encuentro. La celebra­ción del culto, la existencia de mercados, las asambleas políticas y judiciales imponen necesariamente la designa­ción de emplazamientos destinados a recibir a los hombres que quieran o deban participar en los mismos.
Las necesidades militares se manifiestan aún con mayor fuerza en este sentido. En caso de invasión, hace falta que el pueblo disponga de refugios donde encontrará una pro­tección momentánea contra el enemigo. La guerra es tan antigua como la humanidad y la construcción de fortifica­ciones casi tan antigua como la guerra. Las primeras edifi­caciones construidas por el hombre parece que fueron re­cintos de protección. En la actualidad no hay apenas tribus bárbaras en las que no se encuentren y, por más al pasado que nos remontemos, el espectáculo no dejará de ser el mismo. Las acrópolis de los griegos, las oppida de los etruscos,. los latinos y los galos, las burgen de los germanos, las gorods de los eslavos no fueron en un principio, al igual que los krals de los negros de África del Sur, nada más que lugares de reunión, pero fundamentalmente refugios. Su planta y su construcción dependen naturalmente de la configuración del suelo y de los materiales empleados, pero el dispositivo general es en todas partes el mismo. Consiste en un espacio en forma cuadrada o circular, rodeado de defensas hechas con troncos de árboles, de tierra o de bloques de roca, protegido por un foso y flanqueado por puertas. En suma, un cercado. Y podremos notar inmediatamente que las palabras que en inglés moderno (town) o en ruso moderno (gorod) significan cité, primitivamente significaron cercado.
En épocas normales estos cercados permanecían vados. La población no se congregaba allí sino a propósito de ceremonias religiosas o civiles o cuando la guerra la obli­gaba a refugiarse en ellos con sus rebaños. Pero el progreso de la civilización transformó paulatinamente su animación intermitente en una animación continua. En sus límites se levantaron templos; primero los magistrados o los jefes del pueblo establecieron allí su residencia y posterior­mente comerciantes y artesanos. Lo que en un principio no había sido nada más que un centro ocasional de reunión se convirtió en una cité, centro administrativo, religioso, político y económico de todo el territorio de la tribu, cuyo nombre tomaba frecuentemente.
Esto explica cómo, en muchas sociedades y especial­mente en las de la antigüedad clásica, la vida política de las cites no se restringía al recinto de sus murallas. La cité, en efecto, había sido construida por la tribu y todos sus hom­bres, habitaran a un lado u otro de los muros, eran igual­mente ciudadanos. Ni Grecia ni Roma conocieron nada parecido a la burguesía estrictamente local y particularista de la Edad Media. La vida urbana se confundía allí con la vida nacional. El derecho de la cité era, como la propia religión de la cité, común a todo el pueblo del que era la capital y con el que constituía una sola y misma república.
El sistema municipal, por consiguiente, se identifica en la antigüedad con el sistema constitucional. Y cuando Roma hubo extendido su dominio por todo el mundo me­diterráneo, este sistema se convirtió en la base del aparato administrativo de su Imperio. Este sistema, en Europa Occidental, sobrevivió a las invasiones germánicas. Se pueden encontrar claramente sus huellas en la Galia, España, África e Italia bastante tiempo después del siglo v. Sin embargo, la decadencia de la organización social borró lentamente la mayor parte de estas huellas. No se pueden encontrar, en el siglo viii, ni los Decuriones, ni las Gesta municipalia, ni el Defensor civitatis. Al mismo tiempo, la presencia del Islam en el Mediterráneo, al hacer imposible el comercio que hasta entonces había mantenido aún cierta actividad en las cites, las condenó a una irremisible deca­dencia. Pero no las condena a muerte. Por disminuidas y débiles que estén, subsisten. Dentro de la sociedad agrícola de aquel tiempo, conservan, a pesar de todo, una impor­tancia primordial. Resulta indispensable darse cuenta del papel que jugaron si se quiere comprender el que les será asignado más tarde.
Ya se ha visto cómo la Iglesia había establecido sus cir­cunscripciones diocesanas sobre las cites romanas. Respe­tadas éstas por los bárbaros, continuaron manteniendo, después de su establecimiento en las provincias del Imperio, el sistema municipal sobre el que se habían fundado. La desaparición del comercio y el éxodo de los mercaderes no tuvieron ninguna influencia en la organización eclesiástica. Las cites donde habitaban los obispos fueron más pobres y menos pobladas, sin que por ello los obispos se vieran perjudicados. Por el contrario, cuanto más declinó la riqueza general, se fueron afirmando cada vez más su poder y su influencia. Rodeados de un prestigio tanto mayor cuanto que el Estado había desaparecido, colmados de do­naciones por los fieles, asociados por los carolingios al gobierno de la sociedad, consiguieron imponerse a la vez por su autoridad moral, su potencia económica y su acción política.
Cuando se hundió el Imperio de Carlomagno, su situa­ción, lejos de tambalearse, se afianzó aún más. Los prín­cipes feudales, que habían arruinado el poder real, no se inmiscuyeron en el de la Iglesia. Su origen divino la ponía al resguardo de sus pretensiones. Temían a los obispos que podían lanzar sobre ellos el arma terrible de la excomunión y les veneraban como los guardianes sobrenaturales del orden y la justicia. En medio de la anarquía de los siglos ix y x, el prestigio de la Iglesia permanecía, pues, intacto, mostrándose además digna de ello. Para combatir el azote de las guerras privadas que la realeza no era ya capaz de reprimir, los obispos organizaron en sus diócesis la insti­tución de la Paz de Dios2.
Esta preeminencia de los obispos conferirá naturalmente a sus residencias, es decir, a las antiguas cites romanas, una cierta importancia, salvándolas de la ruina, dado que en el sistema económico del siglo ix no tenían ninguna razón para existir. Al dejar de ser éstas los centros comer­ciales, no hay duda de que perdieron la mayor parte de su población. Con los mercaderes desapareció el carácter urbano que habían conservado aun en la época merovingia. Para la sociedad laica carecían de la menor utilidad. A su alrededor, los grandes dominios subsistían por sus propios recursos. Y no hay razón de ningún tipo para que el Estado, constituido también él sobre una base puramente agrícola, se fuera a interesar por su suerte. Resulta bastante significa­tivo constatar que los palacios (palatia) de los príncipes carolingios no se encuentren en las cites. Se sitúan sin excep­ción en el campo, en los dominios de la dinastía: en Herstal, en Jupüle, en el Valle del Mosa, en Ingelheim, en el del Rhin, en Attigny, en Quiercy, en el del Sena, etc. La fama de Aquisgrán no debe crearnos una falsa ilusión sobre el carácter de esta localidad. El esplendor que consiguió mo­mentáneamente con Carlomagno.no fue debido nada más que a su carácter de residencia favorita del emperador. Al final del reinado de Luis el Piadoso, vuelve a caer en la insignificancia, y no se convertirá en una cité sino cuatro siglos más tarde.
La administración no podía contribuir para nada a la supervivencia de las cites romanas. Los condados, que cons­tituían las provincias del Imperio franco, estaban tan des­provistos de una capital como lo estaba el propio Imperio. Los condes, a quienes estaba confiada su dirección, no estaban instalados en ellas de manera permanente. Reco­rrían constantemente su circunscripción a fin de presidir las asambleas judiciales, cobrar el impuesto y reclutar tro­pas. El centro de la administración no era su residencia, sino su persona. Importaba, por consiguiente, bastante poco el que tuvieran o no su domicilio en una cité. Elegidos entre los grandes propietarios de la región, habitaban, por lo demás, la mayor parte del tiempo en sus propias tierras. Sus castillos, al igual que los palacios de los emperadores, se encontraban habitualmente en el campo.
Por el contrario, el sedentarismo a que estaban obliga­dos los obispos por la disciplina eclesiástica, les vinculaba de manera permanente a la cité donde se encontraba la sede de su diócesis. Convertidas en inútiles para la adminis­tración civil, las cités no perdieron de ninguna manera su carácter de centros de la administración religiosa. Cada diócesis permaneció agrupada alrededor de las cites donde se hallaba su catedral. El cambio de sentido de la palabra civitas, a partir del siglo ix, evidencia claramente este hecho. Se convierte en sinónimo de obispado y de cité episcopal. Se dice civitas Parisienas para designar, al mismo tiempo, la diócesis de París y la propia cité de París, donde reside el obispo. Y bajo esta doble acepción se conserva el re­cuerdo del sistema municipal antiguo, adoptado por la Iglesia para sus propios fines.
En suma, lo que ocurrió en las cites carolingias empobre­cidas y despobladas recuerda de manera sorprendente lo que, en un escenario bastante más considerable, ocurrió en la propia Roma cuando, en el curso del siglo iv, la cité eterna dejó de Ser la capital del mundo. Al ser sustituida por Rávena y más tarde por Constantinopla, los emperado­res la entregaron al papa. Lo que ya no fue más para el gobierno del estado, lo siguió siendo para el gobierno de la Iglesia. La cité imperial se convirtió en cité pontificia. Su prestigio histórico realzó el del sucesor de San Pedro. Aislado, dio sensación de mayor grandeza y, al mismo tiempo, llegó a ser más poderoso. Sólo a él se le prestó atención y sólo a él, en ausencia de los antiguos jefes, se le obedeció. Al seguir habitando en Roma, ésta se hizo su Roma, como cada obispo hizo de la cité en la que vivía su cité.
Durante los últimos tiempos del Bajo Imperio, y aún más en la época merovingia, el poder de los obispos sobre la población de las cites no dejó de aumentar. Aprovecharon la desorganización creciente de la sociedad civil para acep­tar o para arrogarse una autoridad que los habitantes no pusieron en duda y que el estado no tenía ningún interés, y ningún medio, para prohibir. Los privilegios que el clero comienza a disfrutar desde el siglo iv, en materia de juris­dicción y de impuestos, favorecieron aún más su situación, que resultó, si cabe, más eminente por la concesión de los documentos de inmunidad que los reyes francos prodigaron en su favor. En efecto, por ellos los obispos se vieron exi­midos de la intervención de los condes en los dominios de sus iglesias. Se encontraron investidos desde entonces, es decir, desde fines del siglo vii, de una auténtica autoridad sobre sus hombres y sobre sus tierras. A la jurisdicción
eclesiástica que ejercían ya sobre el clero, se sumó, pues, una jurisdicción laica, que confiaron a un tribunal constituido por ellos mismos y cuya sede fue fijada naturalmente en la cité donde tenía su residencia.
Cuando la desaparición del comercio, en el siglo ix, borró los últimos vestigios de la vida urbana y acabó con lo que quedaba aún de población municipal, la influencia de los obispos, ya de por sí bastante amplia, no tuvo rival. Desde entonces tuvieron completamente sometidas a las cites. Y, en efecto, no se volvieron a encontrar en ellas nada más que habitantes que dependían más o menos directamente de la Iglesia.


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A pesar de carecer de datos muy precisos, sin embargo, es posible suponer la naturaleza de su población. Se com­ponía del clero de la Iglesia Catedral y de otras iglesias agrupadas en torno a ella, de los monjes de los monasterios que vinieron a establecerse, algunas veces en número con­siderable, en la sede de la diócesis, de maestros y estudian­tes de las escuelas eclesiásticas, de servidores y, por último, de artesanos libres o no, que eran indispensables en fun­ción de las necesidades del culto y de la existencia cotidiana del clero.
Casi siempre encontramos que tenía lugar semanalmente en la cité un mercado al que los campesinos de los alrede­dores traían sus productos; a veces incluso se realizaba una feria anual (annaiis mercatus). En sus puertas se co­braba el telonio sobre todo lo que entraba o salía. En el interior de sus muros funcionaba un taller de moneda. Allí también se encontraban unas torres habitadas por los vasallos del obispo, por su procurador o por su alcaide. A todo esto hay que añadir finalmente los graneros y los almacenes, en donde se acumulaban las cosechas de los dominios episcopales y monacales, que eran transportadas, en épocas determinadas, por arrendatarios del exterior. En las fiestas señaladas del año los fieles de la diócesis afluían a la cité y la animaban, durante algunos días, con un bullicio y un movimiento inusitados4.
Todo este microcosmos reconocía por igual en el obispo a su jefe espiritual y a su jefe temporal. La autoridad religiosa y secular se unían, o mejor dicho, se confundían en su persona. Ayudado por un consejo constituido por sacer­dotes y canónigos, administraba la cité y la diócesis con­forme a los preceptos de la moral cristiana. Su tribunal eclesiástico, presidido por el arcediano, había ampliado considerablemente su competencia, gracias a la impotencia y más aún al favor del Estado. No solamente los clérigos dependían de él para cualquier materia, sino también mu­chos asuntos concernientes a los laicos: asuntos de matri­monio, testamentos, estado civil, etc. Las atribuciones de su corte laica, de las que se encargaban el alcaide o el pro­curador, gozaban de análoga extensión. A partir del reinado de Luis el Piadoso, no cesaron de conseguir privilegios, lo que se explica y se justifica por el desorden cada vez más flagrante de la administración pública. No solamente le estaban sometidos aquellos hombres que gozaban de inmu­nidad, sino que es bastante probable que, al menos en el recinto urbano, todo el mundo estaba dentro de su juris­dicción y que sustituía de hecho a la que en teoría poseía aún el conde sobre los hombres libres5. Además, el obispo ejercía un vago derecho del control, mediante el cual admi­nistraba el mercado, regulaba la percepción del telonio, vigilaba la acuñación de monedas y se encargaba de la conservación de las puertas, de los puentes y de las murallas. En resumen, no había dominio en la administración de la cité en el que, por derecho o por autoridad, no interviniese como guardián del orden, de la paz o del bien común. Un régimen teocrático había reemplazado completamente al régimen municipal de la antigüedad. La población estaba gobernada por su obispo y no reivindicaba nada, puesto que no poseía la menor participación en tal gobierno. A veces ocurría que estallaba una revuelta en la cité. Algunos obispos fueron asaltados en sus palacios en ciertas ocasio­nes e incluso obligados a huir. Pero es imposible percibir en estos levantamientos la mínima huella de espíritu muni­cipal, más bien se explica por intrigas o rivalidades perso­nales. Sería un absoluto error considerarlos como los pre­cursores del movimiento comunal del siglo xi y del xii. Por si fuera poco, se produjeron muy escasamente. Todo indica que la administración episcopal fue, en general, beneficiosa y popular.
Ya hemos dicho que esta administración no se reducía al interior de la cité, sino que se extendía a todo el obis­pado. La cité era su sede, pero la diócesis era su objeto. La población urbana en manera alguna gozaba de una situación de privilegio. El régimen bajo el cual vivía era el de derecho común. Los caballeros, los siervos y los hombres libres que allí vivían no se distinguían de sus congéneres del exterior nada más que por su aglomeración en un mismo lugar. Aún no se puede apreciar ningún ante­cedente del derecho especial y de la autonomía que iban a gozar los burgueses de la Edad Media. La palabra civis, mediante la cual los textos de la época designan al habitante de la cité, no es sino una mera denominación topográfica y carece de significación jurídica6.
Las cites, al mismo tiempo que residencias episcopales, eran también fortalezas. Durante los últimos tiempos del Imperio Romano fue necesario rodearlas de murallas para ponerlas al abrigo de los bárbaros. Estas murallas subsis­tían aún en casi todas partes y los obispos se ocuparon de mantenerlas o restaurarlas con tanto más celo cuanto que las incursiones de los sarracenos y de los normandos demostraron, durante el siglo ix, cada vez de manera más agobiante, la necesidad de protección. El viejo recinto romano continuó, pues, protegiendo a las cites contra los nuevos peligros.
Su planta permanece con Carlomagno tal y como había sido con Constantino. Por lo general, se disponía en forma de un rectángulo, rodeado de murallas flanqueadas por torres, y se comunicaba con el exterior por puertas, habitualmente cuatro. El espacio cercado de esta manera era muy restringido: la longitud de sus lados raramente sobre­pasaba los 400 ó 500 metros7. Además, era necesario bas­tante tiempo para que fuese totalmente construida; se podían encontrar, entre las casas, campos cultivados y jardines. En lo que se refiere a los arrabales (suburbio) que, en época merovingia, todavía se extendían fuera de las murallas, desaparecieron8. Gracias a sus defensas, las cites pudieron casi siempre resistir victoriosamente los asaltos de los invasores del norte y del sur. Bastará recordar aquí el famoso sitio de París llevado a cabo, en el 885, por los normandos.
Naturalmente, las cites episcopales servían de refugio a las poblaciones de sus alrededores. Allí venían los monjes, incluso de zonas muy alejadas, para buscar asilo contra los normandos, como lo hicieron, por ejemplo, en Beauvais, los de Saint-Vaast en el 887 y en Laon, los de Saint-Quentin y los de Saint-Bavon de Gante, en el 881 y en el 8829.
En medio de la inseguridad y de los desórdenes que impregnan de un carácter tan lúgubre la segunda mitad del siglo ix, les tocó, pues, a las cites cumplir una auténtica misión protectora. Fueron, en la mejor acepción del tér­mino, la salvaguarda de una sociedad invadida, saqueada y atemorizada. Por lo demás, muy pronto no fueron las únicas en jugar este papel.
Se sabe que la anarquía del siglo ix precipitó la descom­posición inevitable del Estado franco. Los condes, que eran al tiempo los mayores propietarios de su región, aprove­charon las circunstancias para arrogarse una autonomía completa y hacer de sus funciones una propiedad heredi­taria, para reunir en sus manos, además del poder privado que poseían en sus propios dominios, el poder público que les había sido delegado y amontonar finalmente bajo su mandato, en un solo principado, los condados de los que lograban apropiarse. El Imperio carolingio se frag­mentó de esta manera, desde mediados del siglo ix, en gran cantidad de territorios sometidos a otras tantas dinastías locales y vinculados a la corona únicamente por el frágil lazo del homenaje feudal. El Estado estaba demasiado débilmente constituido para poder oponerse a esta frag­mentación, que tuvo lugar indudablemente mediante la violencia y la perfidia. Pero, desde cualquier aspecto, resultó favorable a la sociedad. Al hacerse con el poder, los prín­cipes asumieron rápidamente las obligaciones que éste impone, y fue su principal preocupación la de defender y proteger las tierras y los hombres que habían pasado a ser sus tierras y sus hombres. No se inhibieron de una tarea que la sola preocupación por su provecho personal hu­biera bastado para imponérsela. A medida que su poder aumentaba y se afianzaba, se les puede ver cada vez más preocupados por dar a sus principados una organización capaz de garantizar el orden y la paz pública10.
La primera necesidad a la que había que enfrentarse era la de la defensa, tanto contra los sarracenos o los normandos como contra los príncipes vecinos. Así podemos ver, a partir del siglo ix, cómo cada territorio se cubre de forta­lezas11. Los textos coetáneos les dan los nombres más diversos: castellum, castrum, oppidum, urbs, municipium; la más corriente y, en todo caso, la más técnica de todas estas denominaciones es la de burgus, palabra tomada de los ger­manos por el latín del Bajo Imperio y que se conserva en todas las lenguas modernas (burgo, burg, borough, bourg, borgo).
De estos burgos de la Alta Edad Media no queda ningún vestigio en nuestros días. Felizmente las fuentes nos per­miten hacernos una imagen bastante precisa: eran recintos amurallados que, en un principio, podían ser simplemente empalizadas de madera12, de un perímetro poco extenso, habitualmente de forma redondeada y rodeada por un foso. En el centro se encontraba una poderosa torre, un torreón, reducto supremo de la defensa en caso de ataque.
Una guarnición de caballeros (milites castrenses) tenía allí residencia fija. Ocurría con frecuencia que grupos de guerreros, escogidos entre los habitantes de los alrededo­res, vinieran alternativamente a reforzarlo. La totalidad dependía de las órdenes del alcaide (castellanus). En cada burgo de su territorio, el príncipe poseía una habitación (domus) donde residía con su comitiva en el curso de los continuos desplazamientos a los que estaba obligado por la guerra o por la administración. Muy a menudo una capilla o una iglesia, flanqueada por las construcciones acce­sorias para el alojamiento del clero, elevaba su campanario por encima de las almenas de las murallas. Además, en algunas ocasiones, se podía hallar a su lado un local des­tinado a las asambleas judiciales, cuyos miembros, en de­terminadas fechas, venían desde el exterior a tomar parte en las asambleas de la ciudad. Lo que, por último, nunca faltaba era un granero y bodegas donde se conservaba, para hacer frente a las necesidades de un sitio para proveer la alimentación del príncipe durante sus estancias, el producto de los dominios que éste poseía en los alrede­dores. Las aportaciones en especie de los campesinos de la región aseguraban, por su parte, la subsistencia de la guarnición. La conservación de las murallas incumbía a estos mismos campesinos que eran obligados a trabajar en ellas gratuitamente13.

Si de un país a otro el espectáculo que se está descri­biendo naturalmente variaba en los detalles, los trazos esenciales son en cualquier parte los mismos. La analogía es sorprendente entre los bourgs de Flandes y los boroughs de la Inglaterra anglosajona14. Y esta analogía demuestra indudablemente que unas mismas necesidades supusieron, en todas partes, medidas parecidas.
Tal y como se nos aparecen, los burgos son, antes que nada, establecimientos militares. Pero a su carácter pri­mitivo se le añadió en seguida el de centros administrativos. El alcaide deja de ser únicamente el comandante de los caballeros de la guarnición castrense. El príncipe le otorga la autoridad financiera y judicial en una zona, más o menos extensa, alrededor de las murallas del burgo y que, desde el siglo x, se conoce con el nombre de alcaldía. La alcaldía depende del burgo como el obispado depende de la cité. En caso de guerra, sus habitantes encuentran allí un re­fugio; en tiempo de paz, van allí para asistir a las reuniones judiciales o para cumplir los trabajos a los que están obli­gados15. Por lo demás, el burgo no presenta el menor ca­rácter urbano. Su población no se compone, aparte de los caballeros y de los clérigos que constituyen el núcleo esencial, sino de hombres empleados a su servicio y cuyo número es ciertamente muy poco considerable. Es ésta una población de fortaleza y no una población de cité. Ni el comercio, ni la industria son posibles, ni siquiera concebibles en tal lugar. No produce nada por sí mismo, vive de las rentas del suelo de los alrededores y no juega otro papel económico que no sea el de un simple consumidor.
Al lado de los burgos construidos por los príncipes, hay que mencionar también los recintos fortificados que la mayoría de los grandes monasterios hicieron construir, en el curso del siglo ix, para protegerse contra los bárbaros. Mediante ellos, se transformaron a su vez en burgos o en castillos. Estas fortalezas eclesiásticas presentan, por lo demás, desde cualquier aspecto, el mismo carácter que las fortalezas laicas. Como éstas, fueron lugares de refugio y de defensa16.
Se puede, pues, concluir, sin temor a equivocarse, que el período que comienza con la época carolingia no cono­ció ciudades en el sentido social, económico y jurídico de este término. Las cites y los burgos no fueron sino plazas fuertes y centros administrativos. Sus habitantes no poseían derechos especiales ni instituciones propias y su género de vida no les diferenciaba en nada del resto de la sociedad.
Completamente ajenos a la actividad comercial e indus­trial, respondían totalmente a la civilización agrícola de su tiempo. Su población, es por lo demás, de escasísima impor­tancia. No es posible, a falta de datos, evaluarla con preci­sión. Todo indica, sin embargo, que la de los burgos más importantes consistía en algunos cientos de hombres y que las cites no han contado jamás con más de 2.000 ó 3.000 ha­bitantes.
No obstante, las cites y los burgos han jugado en la historia de las ciudades un papel esencial; han sido, por así decirlo, sus puntos de referencia. Alrededor de sus mu­rallas habrían de formarse éstas, cuando se produzca el renacimiento económico, cuyos primeros síntomas se pue­den localizar en el curso del siglo x.

jueves, 20 de febrero de 2014

LAS PIRÁMIDES DE EGIPTO


Las pirámides

En el libro Historia de los Egipcios de Isaac Asimov

La construcción de tumbas de proporciones gigantescas acabó convirtiéndose en la obsesión nacional. Los sucesivos monarcas de Egipto tenían que erigirse tumbas semejantes, pero mayores y más grandiosas. Las técnicas arquitectónicas progresaron rápidamente impulsadas por ese deseo. Imhotep había utilizado piedras pequeñas para construir su edificio, piedras que imitaban a los ladrillos que se empleaban anteriormente. Esto representaba un esfuerzo enorme, debido a que es mucho más difícil colocar con cuidado cien piedras en hileras y columnas, que trasladar y colocar en su sitio una roca trabajada de gran tamaño. A mayor tamaño de las piedras empleadas, menor es el tiempo requerido para colocarlas juntas, siempre, naturalmente, que las piedras puedan ser manejadas.
Así pues, los egipcios aprendieron a manejar grandes rocas utilizando rastras, rodillos, grandes cantidades de aceite para reducir la fricción, y haciendo un uso verdaderamente liberal de músculo humano. Los gigantescos monumentos de piedra que se construyeron a lo largo de los dos siglos siguientes han despertado la admiración de todas las épocas, y son algo así como la «marca de fábrica» del Imperio Antiguo, y, en realidad, de Egipto en general.
Dos mil años después, cuando los curiosos griegos llegaron a Egipto, se quedaron boquiabiertos, espantados, ante estructuras que ya eran antiguas para su tiempo, a las que denominaron pyramides (singular pyramís), término de origen incierto. Nosotros hemos heredado la palabra y hemos adoptado el plural, «pirámide», como singular.
La mastaba múltiple de Zoser es la única en su género que nos queda. Los monarcas posteriores debieron de caer en la cuenta de que una pirámide presentaría un aspecto más esmerado si sus lados fuesen elevándose hasta el vértice con suavidad, en vez de hacerlo por pisos (la estructura de Zoser se ha denominado, por ello, «pirámide escalonada»).
La innovación se produjo, aproximadamente, algo después del 26l4 a. C. cuando una nueva dinastía, la IV, ocupó el trono egipcio. Bajo esta dinastía, el Imperio Antiguo alcanzó su culminación cultural.
Es probable que el primer rey de la dinastía, Sneferu, desease demostrar su propia divinidad y la de su ascendencia eclipsando a sus predecesores de la III Dinastía. Así, emprendió la construcción de una pirámide escalonada mayor que la de Zoser: una pirámide de ocho pisos. Seguidamente llenó los huecos entre piso y piso hasta que los lados presentaron un aspecto uniforme desde la base al vértice. Finalmente, el conjunto se cubrió con piedra caliza blanca y suave, que debía de brillar notablemente bajo el espléndido sol egipcio, aventajando en magnificencia y belleza a cualquier monumento del pasado.
Por desgracia, la piedra caliza que recubría la pirámide ha sido arrancada hace mucho tiempo por sucesivas generaciones, con el fin de usarla para otros fines (y lo mismo sucedió con la piedra caliza que recubría las demás pirámides). Asimismo, parte del relleno entre los pisos de la pirámide se ha caído, de tal modo que ésta parece construida con tres escalones desiguales.
Sneferu construyó otra pirámide, en la que cada estrato de piedra es ligeramente menor que el inferior, de tal modo que la pirámide no tiene pisos, sino que presenta una inclinación uniforme, incluso sin el relleno. En la parte superior, de todos modos, se cambió la inclinación, que se hizo menos empinada, de tal modo que se alcanzaba la cúspide con mayor rapidez. Quizá Sneferu estuviese envejeciendo, y los arquitectos desearon terminar cuanto antes para tener preparada la tumba para cuando muriese el rey. Se la denomina la Pirámide Inclinada.
Después de Sneferu, todas las pirámides (quedan unas ochenta en total) fueron verdaderas pirámides, de lados suavemente inclinados.
La magnificencia de la IV Dinastía, expresada en las pirámides y, sin duda, en el esplendor de los palacios que debió construir para los monarcas aún vivos, supuso un acicate para el comercio. Las riquezas que Egipto almacenaba podían emplearse en el extranjero para adquirir materiales y productos imposibles de obtener en el país.
La península del Sinaí fue ocupada por los ejércitos egipcios para apoderarse de sus minas de cobre —cobre que se utilizaba en el país y para fabricar adornos que se cambiaban en el extranjero—.
Una de las más necesarias importaciones no podía obtenerse muy cerca del país. Se trataba de troncos de árboles altos y derechos; troncos que podían servir como pilares fuertes y bellos, que eran mucho más fáciles de manejar, para la construcción de estructuras no monumentales, que la piedra, tan pesada y difícil de esculpir. Pero el tipo de árboles adecuado no crecía en el valle del Nilo, cuya vegetación era semitropical, sino en las laderas de la costa oriental del Mediterráneo, precisamente al norte de la península del Sinaí.
Esta región tenía varios nombres. Los antiguos hebreos denominaban Canaán a la parte meridional de dicha costa y Líbano a la mitad septentrional. Los «cedros del Líbano», que eran el tipo de árbol que los reyes de la IV Dinastía deseaban, se mencionan varias veces en la Biblia como el más bello y notable de los árboles.
En siglos posteriores, los griegos llamaron Fenicia a la costa oriental del Mediterráneo, y a las tierras del interior, Siria. Estos nombres son ya familiares y son los que voy a usar desde ahora.
Los reyes de la IV Dinastía podían haber enviado expediciones comerciales por tierra, a través del Sinaí, y luego en dirección norte, donde se obtenían los cedros. Sin embargo, esto habría significado un viaje de unas 700 millas en total, y viajar por tierra era difícil y arduo en aquellos tiempos. Además, cargar con los gigantescos troncos a lo largo de esa enorme distancia habría sido totalmente imposible.
La alternativa era alcanzar Fenicia por mar. Sin embargo, los egipcios no eran pueblo marinero (y nunca llegaron a serlo). Su única experiencia derivaba de la navegación por el tranquilo y suave curso del Nilo, por el que se movían sin problemas. E incluso, bajo Sneferu, existían barcos de 170 pies de longitud que recorrían el Nilo en ambas direcciones.
Pero los barcos adecuados para la navegación fluvial no lo eran tanto para aguas más peligrosas, como las del Mediterráneo en caso de tempestad. Con todo, empujado por el deseo de obtener madera, Sneferu envió flotas de hasta cuarenta barcos hacia los bosques de cedros. Estos barcos, algo reforzados, pasaron lentamente del Nilo al Mediterráneo y, bordeando la costa, llegaron a Fenicia. Una vez cargados con los gigantescos troncos y otros productos de valor, iniciaban con gran cautela su viaje de retorno.
Sin duda algunos barcos se perdían debido a las tempestades (como sucede en todas las épocas, incluso en la nuestra), pero quedaban los suficientes como para hacer rentable el viaje. Los egipcios se aventuraron también en el pequeño mar Rojo, situado al este de Egipto, abriéndose camino por esa vía marítima hasta la Arabia meridional y la costa de Somalia. De allí traían incienso y resinas.
Se enviaban también expediciones Nilo arriba, más allá de la Primera Catarata, hacia las misteriosas selvas del sur de las que se traían el marfil y las pieles de animales. (Ya en tiempos de la IV Dinastía, el crecimiento demográfico del valle del Nilo y su intensiva explotación agrícola estaban dejando sentir sus efectos sobre los animales de mayor tamaño, y los elefantes habían sido empujados hacia él sur, más allá de la Primera Catarata).

domingo, 16 de febrero de 2014

REPRESENTACIÓN DE LOS HACENDADOS. MARIANO MORENO. 1809.

Ver Documentos:Antecedentes de la Revolución de Mayo.

Mariano Moreno (1778 - 1811)
Fuente: Doctrina democrática, edición de Ricardo Rojas, Librería La Facultad, de Juan Roldán, 1915.
Representación de los hacendados

Representación que el apoderado de los hacendados de las campañas del Río de la Plata dirigió al Excelentísimo Señor Virrey Don Baltasar Hidalgo de Cisneros, en el expediente promovido sobre proporcionar ingresos al erario por medio de un franco comercio con la nación inglesa. 

Excmo. Señor:

El apoderado de los labradores y hacendados de estas campañas de la banda oriental y occidental del Río de la Plata, evacuando la vista que se ha servido V. E. conferirle del expediente obrado sobre el arbitrio de otorgar la introducción de mercaderías inglesas, para que con los derechos de su importación y exportaciones respectivas se adquieran fondos que sufraguen a las gravísimas urgencias del erario, dice: Que, aunque la materia se presenta bajo el aspecto de un punto de puro gobierno, en que no toca a los particulares otra intervención que la de ejecutar puntualmente las resoluciones adoptadas por la superioridad, el inmediato interés que tienen mis instituyentes en que no se frustre la realización de un plan capaz de sacarlos de la antigua miseria a que viven reducidos, les confiere representación legítima para instruir a V. E. sobre los medios de conciliar la prosperidad del país con la del erario, removiendo los obstáculos que pudieran maliciosamente oponerse a las benéficas ideas con que el gobierno de V. E. ha empezado a distinguirse.

Las solemnes proclamaciones con que se ha dignado V. E. anunciarnos los desvelos que consagra a la felicidad de estas provincias, despertaron la amortiguada esperanza de mis representados, justamente persuadidos de que no puede ser verdadera ventaja de la tierra la que no recaiga inmediatamente en sus propietarios y cultivadores. Esta confianza, sostenida por nuevas promesas, los tenía pendientes de las variaciones que debían dar principio a su mejora; y aunque debió serles horrorosa la imagen de su anterior abatimiento, desde que un conjunto de ocurrencias extraordinarias había hecho valer derechos despreciados tanto tiempo, continuaron sin embargo su acostumbrado sufrimiento, dejando al celo del gobierno la combinación de unos bienes que causas irresistibles sacaban del olvido en que han yacido sofocados.

Ha sido ésta una moderación de que sólo en la conducta de mis instituyentes se encontrarán ejemplos. Cualquier otro gremio menos noble, menos importante, menos útil, menos digno de las consideraciones del Gobierno, habría alzado el grito, desde que se le proporcionaban títulos legítimos para redimirse de antiguos males; habría recomendado altamente el mérito de sus pasados sufrimientos, habría clamado por la anticipación de las ventajas que se anunciaban; y agitado por el poderoso estímulo del interés, habría tocado los extremos a que provoca el deseo de libertarse de un gran mal, cuyo fin se considera como principio de mayores bienes. La costumbre de sofocar en un respetuoso silencio estos sentimientos pudo contener a mis representados en medio de las justas esperanzas que los halagan, y si hombres enemigos del bien de su país no los hubiesen alarmado con el aparato de una verdadera agresión, seguiría agitándose la gran causa de la Provincia sin intervención de los principales autores que deben concurrir en ella.

Hallándose agotados los fondos y recursos de la real hacienda por los enormes gastos que ha sufrido, se encontró V. E. al ingreso de su gobierno sin medios efectivos para sostener nuestra seguridad. En tan triste situación no se presentó otro arbitrio que el otorgamiento de un permiso a los mercaderes ingleses para que, introduciendo en esta ciudad sus negociaciones, puedan exportar los frutos del país, dando alguna actividad a nuestro decadente comercio con los crecidos ingresos que deben producir al erario los derechos de este doble giro; y aunque en la superior autoridad de V. E. residen sobradas facultades para la ejecución de aquellas medidas, que necesidades públicas hacen indispensables, deseoso de asegurar el acierto por conocimientos de la Provincia que a los principios de un gobierno no pueden adquirirse con bastante exactitud, se dignó V. E. consultar sobre el asunto al Excmo. Cabildo de esta ciudad y al Tribunal del Real Consulado.

La notoria justificación de V. E. no es compatible con un total olvido de los hacendados y labradores, en quienes debía refluir principalmente el resultado de cualquiera resolución: se olvidaron sus personas, porque se creyeron representadas en las dos corporaciones a que se consultaba; no se les emplazó a que defendieran sus derechos, porque se consideraron sostenidos por los cuerpos a quienes tocaba su defensa; y a la verdad, señor, un jefe que recientemente ha llegado a representar al monarca en estas regiones, ¿cómo pudo persuadirse que el Ayuntamiento y Consulado de este pueblo tuviesen intereses o deseos distintos de los que animan a los labradores de nuestra campaña? La cédula ereccional del Consulado que los llama expresamente a formar el colegio de sus jueces, la institución fundamental del Cabildo sostenida en una representación nunca más dignamente ejercida que por hombres que labran y cultivan la tierra en que nacieron, han persuadido justamente a V. E. que por la identidad de intereses y calidad de las personas no tenían necesidad los hacendados de ser oídos siéndolo el Cabildo y Consulado que los representaban.

Pero no, señor, los labradores de nuestras campañas no endulzan las fatigas de sus útiles trabajos con los honores que la benignidad del monarca les dispensa; el sudor de su rostro produce un pan que no excita la gratitud de los que alimenta; y olvidada su dignidad e importancia viven condenados a pasar en la obscuridad los momentos que descansan de sus penosas labores. Los hombres que han unido lo ilustre a lo útil, ven desmentida en nuestro país esta importante máxima; y el viajero a quien se instruyese que la verdadera riqueza de esta Provincia consiste en los frutos que produce, se asombraría cuando buscando al labrador por su opulencia, no encontrase sino hombres condenados a morir en la miseria. V. E. ha sufrido igual desengaño, y a pesar de aquella consulta se habría decidido la causa de los hacendados sin su intervención y audiencia, si una extraña persecución no los hubiese hecho vigilantes.

Apenas se publicó el oficio de V. E. cuando se manifestó igualmente el descontento y enojo de algunos comerciantes de esta ciudad; grupos de tenderos formaban por todas partes murmuraciones y quejas, el triste interés de sus clandestinas negociaciones les hacía revestir formas diferentes, que desmentidas por su anterior conducta, desvanecían el ardiente empeño con que se sostenían. Unas veces deploraban en corrillos el golpe mortal que semejante resolución inferiría a los intereses y derechos de la Metrópoli; otras, anunciaban la ruina de este país con la entera destrucción de su comercio; los unos presagiaban las miserias en que debía envolvernos la total exportación de nuestro numerario, y otros, revestidos de celo por el bien de unos gremios que miran siempre con desprecio, lamentaban la suerte de nuestros artesanos, afectando interesar en su causa la santidad de la religión y pureza de nuestras costumbres.

El acaloramiento con que se propagaban tan desconcertadas ideas alarmó a aquellos hacendados, que el abatimiento de sus frutos obliga a frecuentar los zaguanes de los comerciantes poderosos; la costumbre de vivir miserables y desatendidos no había enervado la nobleza de sus sentimientos; ellos resolvieron sostener con energía una causa que interesaba igualmente sus derechos que los de la Corona, y, despreciando el arbitrio rastrero de murmuraciones y hablillas, con que únicamente se sostienen las pretensiones indecentes, me confirieron sus poderes, para que presentándome ante V. E. reclamase el bien de la patria, con demostraciones propias de la majestad del foro y dignidad de la materia.

Tales son los principios que me han constituido representante de los propietarios y labradores de estas vastas campañas. En ejercicio de esta representación, he entrado a un maduro examen del proceso de que V. E. se dignó darme vista. En él encuentro promovida una discusión, cuyos resultados influyen directamente en la prosperidad o ruina de mis instituyentes: se trata de establecer su fomento como un medio seguro de enriquecer el erario; descubre V. E. sinceros deseos de propender a miras tan benéficas; manifiesta urgentes necesidades capaces de allanar cuantos embarazos se pudieran oponer a su ejecución. Pero estas disposiciones, que debieran haberse contestado con demostraciones públicas de gratitud y alegría, sufren contradicción, presentándose el escandaloso contraste de individuos particulares que atacan un bien reclamado por la necesidad, la conveniencia y la justicia.

El que sepa discernir los verdaderos principios que influyen en la prosperidad respectiva de cada provincia, no podrá desconocer que la riqueza de la nuestra depende principalmente de los frutos de sus fértiles campos: sobre la evidencia de esta máxima debieran reposar las esperanzas de mis instituyentes, pues promovida por la autoridad una causa que los esfuerzos del poder sofocaron tanto tiempo, en las justificadas intenciones de V. E. se presentaba el más seguro garante de una disposición, a que los apuros del erario allanaban las dificultades que había sufrido en otra época; pero el interés individual nada respeta sino lo que pueda satisfacerlo, y un corto número de comerciantes ha mirado el benéfico plan de V. E. con un encono que nada tiene igual sino el placer con que reciben la declaración de una guerra cuando sus almacenes se hallan provistos de efectos.

Es doloroso que el bien general de una provincia necesite abogado que lo defienda, aun cuando el primer jefe propende generosamente a su fomento; pero es al mismo tiempo muy honroso elevar ante V. E. la voz de la patria y promover su felicidad por unos medios que deben producir precisamente la reparación del erario. El empeño es arduo y superior a mis fuerzas, no tanto por la dificultad de exponer convencimientos irresistibles, cuanto por la de combinar las innumerables demostraciones que ofrece la materia; pero si no puedo coordinar tan inmensos materiales, que exigen otro tiempo y otros talentos, me contentaré con transmitir a V. E. los votos de tantos hombres honrados, cuyas ilustradas advertencias han dado impulso y dirección a mis ideas.

Se presenta unida la causa del real erario a la de mis constituyentes: penden las ventajas de ambos del inteligente arreglo del arbitrio propuesto; la expectación pública reposa sobre las benéficas intenciones que V. E. se ha dignado manifestar; y bajo estos principios pudieran los hacendados reducir su reclamación a desvanecer los argumentos y aparentes dificultades que oponen los comerciantes al gran beneficio. Pero mi comisión exige más: yo debo demostrar la necesidad, la conveniencia y la justicia del plan propuesto, allanar después los obstáculos y aparentes males que se derivan de él, y últimamente analizar aquellos arreglos cuya mezquindad pudiera frustrar los efectos de esta importante empresa. Los hacendados tienen igual interés en todos los puntos propuestos y el orden de tratarlos se presenta en el mismo expediente, analizando, en primer lugar, el oficio de V. E.; examinando, en segundo, los males que el apoderado del Consulado de Cádiz y comerciantes de esta ciudad derivan del permiso propuesto; y reformando, últimamente, por una inteligente combinación las condiciones y trabas que el Consulado propone y el Excmo. Cabildo parece adoptar.

A la imperiosa ley de la necesidad ceden todas las leyes, pues no teniendo éstas otro fin que la conservación y bien de los estados, lo consiguen con su inobservancia cuando ocurrencias extraordinarias las hacen inevitable. Esta máxima que ha convertido en ley suprema la salud de los pueblos, arma al magistrado de un poder sin límites para revocar, corregir, suspender, innovar y promover todos aquellos recursos que en un orden común están prohibidos, pero que en la combinación de circunstancias imprevistas se reconocen necesarios para sostener la seguridad de la tierra y bien de sus habitantes.

V. E. ha reconocido la necesidad de un libre comercio con la nación inglesa, para salir de apuros que no presentan otro remedio: ¿qué más pruebas necesitamos para confesar su certeza? La situación política de un estado no está fácilmente a los alcances del pueblo; a veces se considera en la opulencia, y el jefe que concentra sus verdaderas relaciones, lamenta en secreto su debilidad y miseria; otras veces reposa tranquilo en la vana opinión de su fuerza, y el gobierno vela en continuas agitaciones por los inminentes peligros y males que lo amenazan. Nadie sino el que manda puede calcular exactamente las necesidades del estado, y habiendo V. E. indicado la de abrir el comercio con la Gran Bretaña, debemos sin más examen reconocer a favor de este proyecto los fuertes títulos que legitiman cuanto sea conducente a nuestra conservación.

Sin embargo, es lícito echar la vista sobre las públicas necesidades del Estado, será preciso convenir en que no se presenta otro remedio que el arbitrio propuesto. Decir que el real erario está sin fondos, es decir que los vínculos de la seguridad interior están disueltos, que los peligros exteriores son irresistibles y que el Gobierno, débil por falta de recursos efectivos, no puede oponer a la ruina del pueblo sino esfuerzos impotentes. ¡Ojalá no fuese ésta una verdad tan patente, y ojalá no fuese tan exacta su aplicación a nuestro actual estado! Todos saben que aniquilada enteramente la real hacienda, no presenta en el día sino un esqueleto que, en el sistema común, no puede revivir; que reducidos sus ingresos a las escasas remesas del Perú, ha desaparecido esta débil esperanza por las graves ocurrencias de aquellas provincias; y que, cifrada la conservación de esta ciudad a sus propios recursos, no puede contar el Gobierno con más auxilios que los que ella sola pueda proporcionar.

¿Y cuáles son los que promete el sistema ordinario de rentas reales? De un pueblo que no tiene minas, nada más saca el erario que los derechos y contribuciones impuestas sobre las mercaderías; los apreciables frutos de que abunda esta Provincia, y el consumo proporcionado a su población, son los verdaderos manantiales de riquezas que deberían prestar al Gobierno abundantes recursos, pero, por desgracia, la importación de negociaciones de España es hoy día tan rara como en el rigor de la guerra con la Gran Bretaña, y los frutos permanecen tan estancados como entonces por falta de buques que verifiquen su extracción. La inercia de estos dos grandes muelles es el origen de la pobreza del erario: pónganse en movimiento e inmediatamente la continuada circulación de un giro rápido llenará la Aduana de los tesoros que en otros tiempos producía.

En la imposibilidad a que nuestra Metrópoli se halla reducida de mover por sí misma estos dos únicos resortes, obra en toda su fuerza la necesidad de nuestra conservación, para subrogar otros agentes que, aunque extraños del orden regular, son los únicos que en el día pueden remediar el apuro. ¿Y cuándo hubieron motivos más poderosos para suplir con un golpe de autoridad lo que no pudieron prever unas leyes que las actuales circunstancias hacen impracticables? Los funcionarios públicos exigen los sueldos de sus respectivos empleos, y su falta haría perecer unos hombres a quienes está vinculada la conservación del orden y seguridad interior del Estado. Las tropas no pueden ser sostenidas sin ingentes sumas que deben invertirse en su subsistencia, y éste es un gasto tan urgente como indispensable su continuación.

La vecindad de una potencia soberana que ha descubierto ardientes deseos de ensanchar los estrechos límites en que está comprimida; el justo temor de un enemigo poderoso, cuyas vastas combinaciones podrían aprovecharse de los apuros de nuestra Metrópoli o burlar su vigilancia; la tranquilidad interior del país resentida notablemente por una consecuencia precisa de la situación política de España; todo esto presenta un triste cuadro, en que no descubre el Gobierno sino peligros inminentes que atacan directamente la seguridad de los pueblos que se le han confiado. En circunstancias tan funestas, no queda otro arbitrio que armarse V. E. de un poder respetable, capaz de resistir los primeros asomos de una funesta terminación, y no pudiendo sostenerse la fuerza armada en que deben reposar nuestras esperanzas, sin ingentes caudales que el erario no tiene, la ejecución de aquellos recursos que puedan producirlos queda al arbitrio de una necesidad extrema que comprometería la seguridad de la tierra, si no fuese socorrida oportunamente.

Jamás se presentó en América situación más apurada, ni hubo jefe a quien una necesidad tan notoria autorizase para obrar sin sujeción a los caminos de la antigua rutina; y, si en apuros inferiores a los presentes, se han hecho callar las leyes, cuyo cumplimiento embarazaba los remedios de que únicamente podía esperarse la salud del pueblo, ¿cómo se creerá V. E. responsable de una resolución sobre cuyos efectos puede únicamente contarse para asegurar la conservación de esta parte de la Monarquía? Los males que nos amenazan son demasiado graves para que no se trate de precaverlos; el peligro es muy inminente para que se repare en los medios de removerlo, y cuando V. E. informe al Monarca que las provincias de su mando están ricas, tranquilas y con recursos abundantes para resistir a sus enemigos, no se descubrirán sino aciertos en las providencias que han producido un bien que atacaban tan poderosos estorbos.

Debieran cubrirse de ignominia los que creen que abrir el comercio a los ingleses en estas circunstancias es un mal para la Nación y para la Provincia: pero, cuando concediéramos esta calidad al indicado arbitrio, debe reconocérsele como un mal necesario, que siendo imposible evitar, se dirige por lo menos al bien general, procurando sacar provecho de él, haciéndolo servir a la seguridad del Estado. Desde que apareció en nuestras playas la expedición inglesa de 1806, el Río de la Plata no se ha perdido de vista en las especulaciones de los comerciantes de aquella nación; una continuada serie de expediciones se han sucedido; ellas han provisto casi enteramente el consumo del país; y su ingente importación, practicada contra las leyes y reiteradas prohibiciones, no ha tenido otras trabas que las precisas para privar al erario del ingreso de sus respectivos derechos, y al país del fomento que habría recibido con las exportaciones de un libre retorno.

El resultado de esta constitución ha sido hallarse los ingleses en la privativa posesión de proveer al país de todas las mercaderías que necesita, perdiendo el erario los ingentes fondos que debieran producirle tantas introducciones con su extracción respectiva, por el profundo respeto a unas leyes que nunca son más holladas y despreciadas que cuando se reclama su disposición a vista de la escandalosa libertad con que se violan impunemente. Porque, Señor, ¿qué cosa más ridícula puede presentarse que la vista de un comerciante que defiende a grandes voces la observancia de las leyes prohibitivas del comercio extranjero a la puerta de su tienda, en que no se encuentra sino géneros ingleses de clandestina introducción?

El decoro mismo de la autoridad pública exige que no se tolere este ridículo juego con que se pretende sostener ciertas leyes, sin otro estímulo que el lucro que promete su impune violación. Cuanto se diga de la apertura del comercio, podría concederse sin riesgo de comprometer la causa que patrocino; sea un gran mal esta tolerancia, pero es un mal necesario, cuya prohibición nunca podría precaver sus perniciosos efectos. V. E. ha indicado en su oficio, las dificultades que se presentan a la autoridad para llevar a debido efecto una proscripción cual corresponde a las negociaciones inglesas que están a la vista, pero si las indicadas consideraciones son un poderoso argumento derivado de las circunstancias de nuestra situación, la naturaleza de estos negocios debe decidir a la superioridad, por los seguros conocimientos de las personas que se versan en ellos. Habiendo negociaciones inglesas en nuestras balizas y habiendo comerciantes en esta ciudad, entrarán aquéllas, a pesar de las más severas prohibiciones, y la vigilancia del Gobierno no servirá sino de encarecer el efecto por los dobles embarazos que deben allanarse a su introducción.

El apoderado del Consulado de Cádiz implora la santidad de las leyes y los recursos de la autoridad, para contener estas clandestinas introducciones, pero este lenguaje, en boca de un comerciante, excita la risa de los que lo conocen; está muy reciente la lección que hemos recibido sobre esta materia y los habitantes de Buenos Aires no serán deslumbrados por semejantes declamaciones. Cuando la gloriosa victoria del 5 de julio restituyó al dominio español la plaza de Montevideo, las personas juiciosas tornaron sus miras a las ingentes negociaciones que tenían allí los enemigos; conociendo que no retornarían al país de su origen, propusieron benéficos proyectos que habrían enriquecido al erario, dado salida a los frutos estancados, y vestido, por bajos precios, una multitud de familias que lloraban la pérdida de sus padres, esposos o hijos, al mismo tiempo que el general saqueo las había dejado desnudas. Estas benéficas propuestas se reputaron sacrílegas; por todas partes pululaban enérgicas reclamaciones a favor de la ley prohibitiva; se usurpó el lenguaje del celo más puro y se estableció como principio: que era el más grave atentado contra los intereses y derechos de la Metrópoli, abrir la puerta a la introducción de aquellos efectos.

Las personas sensatas, conocieron muy bien el verdadero espíritu que dirigía estas exclamaciones; no se ocultó tampoco al mismo gobierno; sin embargo, fue preciso ceder a la tenacidad de aquel empeño y prohibir, con el último rigor, toda importación de negociaciones existentes en la plaza reconquistada: pero ¿cuál fue el efecto de esta prohibición? Los que más la fomentaron, abarcan al mismo tiempo ingentes negocios, más de cuatro millones fueron introducidos, y entre confiscaciones y derechos apenas recogió la aduana noventa y seis mil pesos, debiendo haber entrado en ella millón y medio; y por este medio se verificó todo el mal que se afectaba aborrecer, con notable perjuicio de la real hacienda, e irreparable quebranto de nuestros labradores. Esta es una lección práctica y reciente que debe servir de regla a nuestro caso. No crea V. E. que fuese diferente su resultado; esos mismos que tanto declaman por el cumplimiento de las prohibiciones legales, introducirán clandestinamente gruesas negociaciones, el objeto de la ley quedará burlado, el erario sin fondos, y los frutos sin la estimación en el propuesto arreglo deben adquirir.

Esta consideración convence de que el mal es irremediable, y ¿quién reprobará una combinación que le haga producir grandes ventajas? La política es la medicina de los estados y nunca manifiesta el magistrado más destreza en el manejo de sus funciones, que cuando corta la maligna influencia de un mal que no puede evitar, corrigiendo su influjo por una dirección inteligente que produce la energía y fomento del cuerpo político. Por desgracia se ve profanada esta materia entre personas cuyos alcances son muy inferiores a su conocimiento; muchos no pueden graduar estos principios sino por su resultado, pero ni este argumento falta a la justicia de mi causa, puedo lisonjear a V. E. con la segura esperanza de que la ejecución de un plan tan benéfico, le proporcionará pronta ocasión de increpar a sus opositores diciéndoles: vuestra conducta me enseñó el aprecio que debía hacer de vuestras declamaciones; yo conocí que mi vigilancia no contendría la introducción de unos géneros que únicamente pueden satisfacer las necesidades de la Provincia; he permitido lo que no podía evitar, y el fruto de esta tolerancia ha sido asegurar vuestra tranquilidad, enriquecer el erario, fomentar la agricultura y hallarme en estado de remitir a la Metrópoli poderosos socorros.

Sí, Señor, esta es una de las principales atenciones de V. E. y en que más se interesan mis representados: es necesario acopiar fondos que presenten a nuestra afligida Metrópoli oportunos consuelos: ésta es hoy día la primera causa, la primera ley a que debe atenderse y no se podrá conseguir tan importante objeto, si una nueva vida del comercio no aumenta los ingresos de la real hacienda por los derechos que una pública circulación puede únicamente producir. El feliz resultado de las expediciones inglesas que se han permitido en Montevideo, debe servir de extremo para graduar las grandes ventajas que reportará el erario, si se adopta en esta ciudad el mismo arbitrio, pudiéndose esperar prudentemente, que no sólo se cubrirá el déficit de nuestras rentas, sino que se pondrá el erario en estado de suplir la falta de remesas que habrá extrañado tanto la Metrópoli a vista de las que Montevideo se proporcionó por este único medio.

Si pudieran conseguirse estos importantes objetos por otros medios, deberían preferirse. Pero, ¿cuáles son los que pueden restablecer la real hacienda de su actual aniquilación? Hace más de dos años que el primer asunto de este Gobierno ha sido combinar arbitrios que reparen la quiebra del erario, pero todas las especulaciones no han producido sino funestos desengaños; el apoderado del Consulado de Cádiz reúne todos los proyectos tantas veces despreciados, añadiendo algunos que provocan a risa por su ridiculez; y aunque el orden que he adoptado reserva el examen de estos arbitrios a la tercera parte de esta representación, tocaré ahora el que principalmente se propone para facilitar a V. E. los fondos de que tanto necesita el real erario.

Se dice generalmente que un empréstito bajo las seguridades que están a disposición del Gobierno, sería capaz de remediar los presentes apuros; pero V. E. puede estar seguro de que jamás encontrará esos socorros que se figuran tan asequibles y que a su consecución se seguirían consecuencias tan perniciosas, que quedaría arrepentido de haberlos encontrado. Todas las naciones, en los apuros de sus rentas, han probado el arbitrio de los empréstitos, y todas han conocido a su propia costa, que es un recurso miserable con que se consuman los males que se intentaban remediar. Esto es consiguiente a su propia naturaleza, pues debiendo satisfacerse con las primeras entradas, o se sufrirá entonces un doble déficit, o faltarán prestamistas por el descrédito de los fondos sujetos a la satisfacción.

Aun siendo tan viciosa su calidad, podrían adoptarse por la gravedad de las urgencias que afligen al erario; pero, ¿acaso ha creído V. E. que encontrará empréstitos suficientes si llegase a pedirlos? Esos hombres, que prefieren todo género de sacrificios al benéfico comercio que se medita, se manifestarán insensibles a las consideraciones que ahora tanto realzan, cuando se les pida la prueba de su celo en una subscripción; el egoísmo que ahora los hace prorrumpir en tantos clamores, producirá entonces un profundo silencio, y V. E. se desengañará, aunque tarde, que sus verdaderas ideas son que siga el contrabando, que el erario continúe aniquilado, que los hacendados perezcan en la miseria, y que el gobierno obre milagros para que ellos disfruten tranquilamente las ganancias de un giro clandestino.

¡Pluguiese al cielo que fuesen vanos estos temores o que aquí parasen los males consiguientes al miserable recurso de los empréstitos! Pero ellos van muy adelante: guárdese V. E. de creer que con este medio puede salir de los apuros que lo afligen y guárdese mucho más de apurar los esfuerzos de su celo hasta conseguir empréstitos que socorran las urgencias del día. Engreídos los prestamistas por haber salvado al Gobierno de tan peligrosa situación, se contendrán difícilmente en los límites de una situación respetuosa; la obligación en que contempla al jefe, los alentará a injustas pretensiones y la más leve repulsa producirá quejosos y descontentos que acusen de ingratitud y pretendan castigar con el cobro de sus créditos y negación de nuevos auxilios, la poca consideración con unos hombres que salvan el Estado con sus caudales.

La elevada autoridad de V. E. no ha de mendigar de sus súbditos los medios de sostenerse: éstos deben depender de ella sin que ella dependa de nadie, y si la conservación del estado ha de vincularse a los voluntarios préstamos de comerciantes poderosos, lloraremos las resultas de un gobierno débil, pues no puede haber energía con acreedores de que se necesita. Ya el antecesor de V. E. sufrió el siguiente reproche: "pues siendo el Cabildo quien sufraga los fondos al erario, es justo que tome conocimiento de la inversión a que se destinan". No permita el cielo se exponga V. E. a semejante reconvención; pero siendo indispensable dar parte en la autoridad a los que la toman en los medios de sostenerla, deberíamos temer las más tristes resultas, si no se arbitrase otro medio de sostener el Estado que los empréstitos de una voluntaria erogación.

Los apuros se remediarán con dignidad cuando la libertad del comercio abra las fuentes inagotables del rápido círculo que tendrán entonces las importaciones y respectivos retornos; libre V. E. de las urgencias que ahora lo afligen y ligan, desplegará en toda su extensión las benéficas ideas que harán memorable su gobierno; la Metrópoli recibirá cuantiosos socorros y el país será feliz, contando con recursos efectivos que aseguren interior y exteriormente su tranquilidad. ¿Qué puede detener a V. E. para una resolución tan magnánima? La necesidad es notoria, es urgente y no da tregua; este arbitrio es el único que puede remediarla; dos años de continuas especulaciones deben convencer a V. E. la insuficiencia de los otros medios; es preciso, pues, que las consideraciones más respetables se sacrifiquen a la salvación de la patria.

Guárdese la tierra para el emperador mi señor y gobiérnela el diablo. Esta fue la última instrucción con que el Supremo Consejo regló los poderes del licenciado Gasca, cuando pasó a la América a calmar las violentas convulsiones que anunciaban su ruina. La España, entonces opulenta, rica, gobernada por un rey poderoso, que era el terror de sus enemigos, confiaba a aquella prudente máxima la conservación de unas posesiones que circunstancias desgraciadas hacían peligrar; el que conozca las urgencias y riesgos consiguientes a la aniquilación del erario, sabrá graduar la gran necesidad que obliga a sacrificarlo todo para que se guarde la tierra, y aplicando aquella notable máxima a las circunstancias del día, respetará como legítimos cuantos medios puedan contribuir a nuestra conservación.

Demostrada la necesidad de proporcionar ingresos al erario, estrechado V. E. por los más urgentes apuros a hacer uso de las altas facultades de su autoridad, podría haber impuesto gravosas exacciones, obligándonos a cubrir los gastos que se impenden en nuestra conservación y beneficio. Esta conducta que es el común asilo de príncipes inertes o malignos, formaría quizá un acopio de fondos capaz de subvenir a las urgencias del día; pero no pudiendo ejecutarse las nuevas imposiciones sino a costa de sacrificios insoportables, sufrirían los contribuyentes males mayores que los que se intentaban evitar, y la bondad de V. E. padecería el sensible contraste de imponer grandes contribuciones a un pueblo a quien por otra parte se privaba de medios proporcionales a su erogación.

Gracias a Dios que no vivimos en aquellos obscuros siglos, en que separados los intereses del vasallo de los del soberano, se reputaba verdadera opulencia el acopio de tesoros que dejaban a los pueblos en la miseria. Entonces se vio al emperador Honomiaco terciar la Calabria y la Sicilia para exigir el tributo Cefalesión; a Nicéforo hacer escrutinio de las haciendas de sus súbditos para imponer las dos Sicilias; a Darío exigir tributo de las aguas, y a Miguel Paflago cobrarlo hasta del aire que respiraban sus vasallos. Si lo fuéramos de Vespasiano, sufriríamos el tributo crisalgirio; si de Domiciano, satisfarían las mercaderías el oro lustral; ; si de Alejandro Severo, pagaríamos tributo por cada cabeza de ganado mayor y menor; y si de Augusto, veríamos cobrar derecho hasta de los soldados muertos. Vivimos por fortuna bajo un príncipe benigno, nacido en tiempos ilustrados y formado por leyes suaves, que no permiten calcular el aumento de fondos públicos sino sobre el de las fortunas y bienes de los particulares.

Dirigido V. E. por tan luminosos principios, apenas se posesionó del mando superior de estas provincias, cuando suprimió los nuevos impuestos que con nombre de contribución patriótica se habían establecido. Fue una pobreza de ideas autorizar aquellos gravámenes sobre los comestibles y demás subsistencias del pueblo, cuando el estado actual del comercio y circunstancia de la Nación presentaban ventajosas proporciones de enriquecer el erario, formando al mismo tiempo la opulencia de la Provincia. V. E. no pudo ser insensible a la razón de conveniencia pública, que se presentaba íntimamente unida a la causa del Rey; trató de fundar el aumento de los derechos reales sobre el aumento de los bienes que deben contribuirlos, y en el empeño de conciliar las ventajas del país con las de la real hacienda, ¿qué arbitrio más conveniente se pudo imaginar que abrir las puertas a los efectos de que carecemos, fomentando la exportación de los frutos que nos sobran y se hallan estancados?
Hay verdades tan evidentes, que se injuria a la razón con pretender demostrarlas. Tal es la proposición de que conviene al país la importación franca de efectos que no produce ni tiene, y la exportación de los frutos que abundan hasta perderse por falta de salida. En vano el interés individual opuesto muchas veces al bien común, clamará contra un sistema de que teme perjuicios; en vano disfrazará los motivos de su oposición, prestándose nombres contrarios a las intenciones que lo animan: la fuerza del convencimiento brillará contra todos los sofismas, y consultados los hombres que han reglado por la superioridad de sus luces el fruto de largas experiencias, responderán contestes que nada es más conveniente a la felicidad de un país, que facilitar la introducción de los efectos que no tiene y la exportación de los artefactos y frutos que produce.

Elevadas hoy día a un mismo grado las necesidades naturales y ficticias de los hombres, es un deber del gobierno proporcionarles por medios fáciles y ventajosos su satisfacción: ellos la buscarán a costa de otros sacrificios, y siendo igual al interés de su compra el de una venta que la escasez hace subir a precios exorbitantes, el pueblo que carece de aquellos precisos renglones sufrirá sacrificios intolerables por la pequeña parte que pueda conseguir. Solamente la libertad de las introducciones podrá redimirlo de esta continuada privación, pues asegurada entonces la abundancia, tiene proporción de elegir con arreglo a sus necesidades y recursos, sin exponerse a los sacrificios que impone el monopolio en tiempo de escaseces.
Los que creen la abundancia de efectos extranjeros como un mal para el país, ignoran seguramente los primeros principios de la economía de los estados. Nada es más ventajoso para una provincia que la suma abundancia de los efectos que ella no produce, pues envilecidos entonces bajan de precio, resultando una baratura útil al consumidor y que solamente puede perjudicar a los introductores. Que una excesiva introducción de paños ingleses hiciese abundar este renglón, a términos de no poderse consumir en mucho tiempo, ¿qué resultaría de aquí? El comercio buscaría el equilibrio de la circulación por otros ramos, envilecido el género no podría venderse sino a precios muy bajos, detenido el introductor lo sacrificaría para reparar con nuevas especulaciones el error de la primera, y el consumidor compraría entonces por tres pesos lo que ahora compra por ocho. Fijando los términos de la cuestión por el resultado que necesariamente debe tener, ¿podría nadie dudar que sea conveniente al país, que sus habitantes compren por tres pesos un paño que antes valía ocho, o que se hagan dos pares de calzones con el dinero que antes costaba un solo par?

A la conveniencia de introducir efectos extranjeros acompaña en igual grado la que recibirá el país por la exportación de sus frutos. Por fortuna, los que produce esta provincia son todos estimables, de segura extracción, y los más de ellos en el día de absoluta necesidad. ¡Con qué rapidez no se fomentaría nuestra agricultura, si abiertas las puertas a todos los frutos exportables, contase el labrador con la seguridad de una venta lucrativa! Los que ahora emprenden tímidamente una labranza por la incertidumbre de las ventas, trabajarán entonces con el tesón que inspira la certeza de la ganancia, y conservada siempre la estimación del fruto por el vacío que deja su exportación, se afirmarían sobre cálculos fundados labranzas costosas, que a un mismo tiempo produjesen la riqueza de los cultivadores y cuantiosos ingresos al real erario.

Estas campañas producen anualmente un millón de cueros, sin las demás pieles, granos y sebo, que son tan apreciables al comerciante extranjero: llenas todas nuestras barracas, sin oportunidad para una activa exportación, ha resultado un residuo ingente, que ocupando los capitales de nuestros comerciantes les imposibilita o retrae de nuevas compras, y no pudiendo éstas fijarse en un buen precio para el hacendado que vende, si no es a medida que la continuada exportación hace escasear el fruto, o aumenta el número de los concurrentes que lo compran, decae precisamente al lastimoso estado en que hoy se halla, desfalleciendo el agricultor hasta abandonar un trabajo que no le indemniza los afanes y gastos que le cuesta.
A la libertad de exportar sucederá un giro rápido, que, poniendo en movimiento los frutos estancados, hará entrar en valor los nuevos productos y aumentándose las labores por las ventajosas ganancias que la concurrencia de extractores debe proporcionar, florecerá la agricultura y resaltará la circulación consiguiente a la riqueza del gremio que sostiene el giro principal y privativo de la Provincia. ¿Quién no ha visto el nuevo vigor que toma la labranza cuando después de larga guerra sucede una paz que facilita la exportación, impedida antes por el temor del enemigo? Solamente el nuevo plan nos hará gustar estos felices momentos que la paz con la Gran Bretaña no nos proporcionó por las tristes ocurrencias que desde entonces han afligido y arruinado el comercio de nuestra Metrópoli.

La multitud de ideas que ofrece la materia no permite producirlas con la rapidez que se agolpan; todo se ha de tocar en su lugar respectivo; pero ahora solamente trato de fijar la opinión de que la libertad en las exportaciones de los frutos del país es conveniente a la Provincia. Las ciencias tienen todas ciertos principios que siendo fruto de una dilatada serie de experiencias y conocimientos, se reconocen superiores a toda discusión y sirven de regla para derivar otras verdades por una aplicación oportuna; tal es en la economía política la gran máxima de que un país productivo no será rico mientras no se fomente por todos los caminos posibles la extracción de sus producciones y que esta riqueza nunca será sólida mientras no se forme de los sobrantes que resulten por la baratura nacida de la abundante importación de las mercaderías que no tiene y le son necesarias.

Consúltense los economistas que escribieron con conocimiento del origen y progreso de los estados políticos, y todos los cálculos se reconocerán derivados de aquel principio, recórrase la historia de aquellos pueblos comerciantes que llegaron a equilibrar con su opulencia la fuerza real de las naciones guerreras, y las vastas especulaciones de que nace su riqueza no se encontrarán apoyadas sobre otra base que el fácil expendio de sus producciones y el sobrante que éstas dejan sobre el valor de los efectos extranjeros que les son necesarios; convirtámonos a nosotros mismos, y aunque nuestro comercio no se ha reglado hasta ahora por las inteligentes combinaciones que forman la profesión y ciencia de los comerciantes ilustrados, tal es la fuerza de las primeras verdades que pugnando por sí mismas contra los ataques de la ignorancia, las encontraremos triunfantes y produciendo por la virtud misma de las cosas una demostración que en otras partes fue fruto de las profundas meditaciones de sabios economistas.

Cortada casi del todo nuestra correspondencia con la Metrópoli en la última guerra, no hemos podido recibir las remesas necesarias para el consumo de la Provincia; estancados todos los frutos y producciones del país, por imposibilidad de su exportación, ha debido llegar el caso de que excediendo su número todos los fondos que pudieran invertirse en sus acopios, ni se encontrasen los renglones de absoluta necesidad que deben entrar de fuera, ni se presentase comprador para los frutos que en el sistema actual produce el país anualmente. Este debió ser el indispensable resultado de una guerra funesta contra una nación poderosa, que, dueña de los mares, pudo interceptar toda comunicación con la Metrópoli, que únicamente puede introducir y extraer en estas provincias; sin embargo, los frutos, aunque abatidos, han sostenido la existencia de los cultivadores, algunos de ellos han subido a un precio desconocido en anteriores tiempos, y los géneros de una importación proscripta, a pesar de mil embarazos y trabas, han llegado a una baratura de que no tenemos ejemplo.

¿Por qué principios han abundado géneros de una importación interceptada y se han vendido con aprecio frutos que no pueden valer sino mediante una extracción que ha estado prohibida? El interés, que puede más que el celo y que burla fácilmente la vigilancia del Gobierno, abrió puertas ocultas por donde han entrado todos los socorros; el contrabando subrogó el lugar del antiguo comercio y la circulación del país ha rodado sobre las especulaciones de un giro clandestino. "En este caso, dice Filangieri, la exclusiva será inútil para los negociantes de la Metrópoli; pero no dejará de arruinar las colonias, pues el comercio clandestino solamente es útil a pocos contrabandistas codiciosos y atrevidos, que con el socorro del monopolio despojan al mismo tiempo la patria y las colonias".

Así se explica un filósofo que, meditando en la calma de las pasiones los principios y costumbres de los estados, se ha engañado raras veces cuando predijo sus destinos; dedúzcase ahora la miseria de nuestra situación al verla pendiente de los medios más propios para arruinarla; o más bien medítense los bienes que deberemos esperar, si por inteligentes combinaciones se corrigen unos defectos tan ruinosos.

Tenemos otro ejemplo no menos reciente y que confirma más esta demostración. Ocupada la plaza de Montevideo por las armas inglesas, se abrió franca puerta a las introducciones de aquella nación y exportaciones del país conquistado: la campaña gemía en las agitaciones y sobresaltos consiguientes a toda conquista; sin embargo, la benéfica influencia del comercio se hizo sentir entre los horrores de la guerra, y los estruendos del cañón enemigo fueron precursores, no tanto de un yugo que la energía de nuestras gentes logró romper fácilmente, cuanto de la general abundancia, que, derramada por aquellos campos, hizo gustar a nuestros labradores comodidades de que no tenían idea. El inmenso cúmulo de frutos acopiados en aquella ciudad y su campaña fue extraído enteramente; las ventas se practicaron en precios ventajosos, los géneros se compraron por ínfimos valores, y el campestre se vistió de telas que nunca había conocido, después de haber vendido con estimación cueros que siempre vio tirar, como inútiles, a sus abuelos.

V. E. ha transitado felizmente una gran parte de aquella campaña, ha palpado las comodidades que disfrutan sus cultivadores; era necesario que hubiese igualmente honrado nuestros campos, para que la comparación de sus habitantes excitase la compasión debida a sus miserias. Aquellos bienes son residuos de la época favorable en que pudieron aprovechar la benigna influencia de un libre comercio: ¿cómo se podrá borrar en mis representados la idea de conveniencia pública cuando reclaman iguales ventajas? Confúndanse ante la respetable presencia de V. E. los agentes de la contradicción, que estoy desvaneciendo, cuando por estas demostraciones queden convencidos de que no tienen otro objeto sus tenaces empeños que ligar las manos de un jefe benigno, para que no derramen entre los habitantes del país unos bienes que algún día les hicieron probar sus propios enemigos.

Esta razón de conveniencia pública adquiere nueva fuerza por estar íntimamente unida al restablecimiento del erario. V. E. ha palpado una nueva demostración de esta verdad, que influye no poco para ejecutar el arbitrio propuesto con total desprecio de los vanos clamores de los descontentos. Rota la unidad entre esta capital y Montevideo, por el establecimiento de su junta, se contaba arruinada aquella plaza por la suspensión de las remesas necesarias para sostenerla; la ruina habría sido inevitable, y quizá se contó ésta entre los principales medios para reducirla; sin embargo la necesidad hizo adoptar el arbitrio de admitir la introducción y exportación que el sistema ordinario proscribe, siendo su resultado el ingreso de más de setecientos mil pesos con que enriquecieron el erario real veinte negociaciones que fueron admitidas.

V. E. tuvo la satisfacción de encontrar aquel pueblo en un estado admirable. Considerables auxilios remitidos a la Metrópoli, las tropas pagadas hasta el día corriente, las atenciones del gobierno satisfechas enteramente, y las arcas reales con el crecido residuo de trescientos sesenta mil pesos. ¡Cuán distinta era la situación de la capital! El erario sin fondos algunos, empeñado en cantidades que por un orden regular nunca podrá satisfacer, las tropas sin pagarse en más de cinco meses, los ingresos enteramente aniquilados, y la Metrópoli sin haber recibido el menor socorro. Esta sencilla comparación que habría apurado la aflicción de V. E. más de una vez, basta para fijar sin riesgo alguno que la admisión de negociaciones inglesas es útil al país; y que penden de ella en igual grado la conveniencia pública que la de la real hacienda.

No sería tan penosa la tarea que me he propuesto si combatiese hombres ilustrados que, discurriendo bajo cierto orden de principios generalmente admitidos, excusan una exposición prolija de verdades que se manifiestan por sí mismas; pero la conveniencia pública se ve atacada por rivales que desconocen hasta las reglas más sencillas, llegando al extremo de no creer conveniente el arbitrio indicado, por no ser conforme al sistema ordinario de nuestro comercio. La franqueza del comercio de América no ha sido proscripta como un verdadero mal, sino que ha sido ordenada como un sacrificio que exigía la Metrópoli de sus colonias; es bien sabida la historia de los sucesos que progresivamente fueron radicando este comercio exclusivo, que al fin degeneró en un verdadero monopolio de los comerciantes de Cádiz.

Los hombres ilustrados clamaron contra un establecimiento tan débil, tan ruinoso, tan mal calculado; pero los males inveterados no se curan de un golpe, pequeñas reformas iban preparando un sistema fundado sobre firmes principios, cuando los últimos extraordinarios sucesos variaron el ser político de España, destruyendo por golpes imprevistos todos los pretextos que sostenían las leyes prohibitivas. Este nuevo orden de cosas, que la Metrópoli ha proclamado como feliz origen de una regeneración que obrará la prosperidad nacional, ha trastornado los antiguos motivos del sistema prohibitivo; y descubierta en toda su extensión la conveniencia que resulta al país de un libre comercio, las miras políticas que procuraron unir el bien general al remedio de necesidades urgentísimas, se convierten en un deber de justicia de que el primer magistrado no puede prescindir.

Sí, Señor, la justicia pide en el día que gocemos un comercio igual al de los demás pueblos que forman la monarquía española que integramos. "Esta deidad, dice el filósofo antes citado, que por desgracia de los humanos, rara vez influye en las especulaciones de las rentas, la justicia que siempre se une a los verdaderos intereses de las naciones y de los pueblos, que al que consulta sus oráculos le presenta las reglas y los medios para levantar la felicidad de los hombres de los estados, no sobre las vacilantes ruedas de los intereses privados, sí sobre los fundamentos eternos del bien común; la justicia, digo, no puede ver sin horror un atentado tan manifiesto contra los más sagrados derechos de la propiedad y libertad del hombre y del ciudadano, un atentado prescripto, autorizado y legitimado por la pública autoridad". Las colonias sujetas al comercio exclusivo de su Metrópoli, son el digno objeto de esta enérgica declamación: nosotros tenemos más fuertes derechos, que elevan a un alto grado la justicia con que reclamamos un bien que aún en el estado colonial no puede privarse sin escándalo.

Desde que la pérfida ambición de la Francia causó en España violentas convulsiones, terminadas a sacudir el yugo opresor que la degradaba, el noble genio de nuestra nación empezó a desplegar planes benéficos, ideas generosas, que hicieron presentir la prosperidad a que su situación la destina en medio de los males que atacaban tan poderosamente su existencia. Uno de los rasgos más justos, más magnánimos, más políticos, fue la declaración de que las Américas no eran una colonia o factoría como las de otras naciones, que ellas formaban una parte esencial e integrante de la monarquía española y en consecuencia de este nuevo ser, como también en justa correspondencia de la heroica lealtad y patriotismo que habían acreditado a la España en los críticos apuros que la rodeaban, se llamaron estos dominios a tener parte en la representación nacional, dándoseles voz y voto en el gobierno del reino.

Esta solemne proclamación, que formará la época más brillante para la América, no ha sido una vana ceremonia que burle la esperanza de los pueblos, reduciéndolos al estéril placer de dictados pomposos, pero compatibles con su infelicidad. La nación española, que nunca se presenta más grande que en los apurados males que ahora la han afligido, procedió con la honradez y veracidad que la caracterizan, cuando declaró una perfecta igualdad entre las provincias europeas y americanas; sostuvo los derechos más sagrados cuando destruyó los principios que pudieran conservar reliquias de depresión en pueblos tan recomendables; premio con la magnificencia de una nación grande la fidelidad y estrecha unión, que tan brillantemente habían acreditado; y obró con la prudencia y políticas propias de un reino ilustrado, que en el abatimiento y destrozo a que lo habían reducido sus enemigos, no podía considerarse en orden a su fuerza real sino como un accesorio de aquella gran parte que elevaba a la apetecida dignidad de formar un solo cuerpo.

Confirmada por tan extraña ocurrencia una prerrogativa que, según las leyes fundamentales de las Indias, nunca debió desconocerse, ¿por qué títulos se nos podía privar de unos beneficios que gozan indistintamente otros vasallos de la monarquía española, que no son más que nosotros? El vocal que sostenga en la Junta Central nuestra representación, no contará distintos privilegios de los que adornan al representante de Asturias, o cualquiera otra provincia europea de las que se mantienen libres del enemigo; esta identidad debe transmitirse precisamente a los representados, y de este principio derivamos un título de rigurosa justicia, para esperar de V. E. lo que no podría negarse al último pueblo de España. Lejos de nosotros aquellas mezquinas ideas que tanto tiempo sofocaron nuestra felicidad: manda V. E. un gran pueblo que en nada cede al que sirvió de teatro a las distinguidas cualidades que garantieron a la Suprema Junta la tranquilidad y buen orden de estas vastas regiones; obre, pues, la justicia en todo su vigor para que empiecen a brillar los bienes que la naturaleza misma nos franquea pródigamente.

El primer deber de un magistrado es fomentar por todos los medios posibles la pública felicidad. "Entonces, dice un sabio español, los pueblos, como los individuos, bendicen la mano que los hace felices, y es indudable que el amor de los vasallos es la base más sólida del trono. De esta reciprocidad de intereses debe resultar el esmero de parte de los que gobiernan en fomentar la prosperidad general: su poder se consolidará por la gratitud pública y las naciones cogerán el fruto de su cuidado y vigilancia". Si la riqueza de estas provincias estuviese cifrada a los contingentes cálculos de un giro complicado, sería preciso una detenida reserva para no trastornar la gran cadena por la dislocación de alguno de sus muelles, pero los caminos de nuestra felicidad están cifrados por la misma naturaleza: ésta nos ha destinado al cultivo de sus fértiles campañas, y nos ha negado toda riqueza que no se adquiera por este preciso canal. Si V. E. desea obrar nuestro bien es muy sencilla la ruta que conduce a él; la razón y el célebre Adam Smith, que según el sabio español que antes cité, es sin disputa el apóstol de la economía política, hacen ver que los gobiernos en las providencias dirigidas al bien general, deben limitarse a remover los obstáculos: éste es el eje principal sobre que el señor Jovellanos fundó el luminoso edificio de su discurso económico sobre la ley agraria, y los principios de estos grandes hombres nunca serán desmentidos; rómpase las cadenas de nuestro giro, y póngase franca la carrera, que entonces el interés que sabe más que el celo, producirá una circulación que haga florecer la agricultura, de que únicamente debe esperarse nuestra prosperidad.

Nuestra Corte ha dado repetidas pruebas de hallarse convencida que no podemos ser felices sino por medio de la agricultura; y frecuentemente ha incitado el celo de nuestros magistrados para que protejan y fomenten un bien tan importante. En real orden de 27 de mayo de 1797 se previene que toda compra de buque extranjero para el comercio de negros, bien se verifique en el país del vendedor o en el del comprador, sea absolutamente libre de derechos, dándose por fundamento de esta disposición y de otras muchas expedidas sobre la materia, "facilitar, por los medios posibles y aun a costa de sacrificios, la introducción de brazos en este virreinato, como que sin ellos no es posible que la agricultura salga del estado de languidez en que se halla". Reconocida por esta real orden la importancia de nuestra agricultura, confesada su decadencia, y encargado el Gobierno que no repare en sacrificios para su fomento, no podrían repelerse sin injusticia las reverentes reclamaciones con que mis representados piden a V. E. se ponga fin a un sistema destructor, empezándose provisoriamente un plan cuya consolidación y firmeza debe esperarse de la Suprema Junta Gubernativa del Reino.

El gobierno soberano de la Nación ha estado siempre convencido de la justicia con que nuestra decadente agricultura exigía fomento; e igualmente ha conocido el partido de oposición que los mercaderes han sostenido contra nuestros labradores, por aquel miserable egoísmo que mira con indiferencia la ruina de una provincia, como espere de ella el más pequeño lucro. Este concepto se manifiesta en la real orden de 6 de junio de 1796, que dice lo siguiente: "En consecuencia quiere S. M. que se cumplan las mencionadas órdenes, sin eludirlas ni tergiversarlas con ningún pretexto, respecto a que ni la agricultura ni la cría de ganados pueden prosperar, si se impide la entrada de los negros bozales, que son precisos para trabajarla y cuidar los hatos, según tiene acreditada la experiencia y han expuesto los hacendados en varias representaciones que se han tenido a la vista antes de comunicar dichas órdenes, como también las que ha dictado el empeño de algunos comerciantes oponiéndose a la extracción de los cueros, anteponiendo el interés particular al del Reino, que necesita se proteja por todos los medios posibles la introducción de brazos capaces de hacer florecer la agricultura tan deteriorada por esta causa".

Gime la humanidad con la esclavitud de unos hombres que la naturaleza creó iguales a sus propios amos, fulmina sus rayos la filosofía contra un establecimiento que da por tierra con los derechos más sagrados; la religión se estremece y otorga forzada su tolerancia sobre un comercio que nunca pudo arrancar su aprobación; sin embargo, reyes religiosos, ministros humanos y filósofos encargan la multiplicación de nuestros esclavos, por el único fin de fomentar una agricultura que se halla tan decaída. Se necesita causa muy justa, para que príncipes piadosos la promuevan por medios tan violentos; y si es justo fomentar la agricultura por todos los arbitrios posibles y aun a costa de sacrificios, según se explican las anteriores órdenes, es justo facilitar el expendio de los frutos que únicamente puede producir aquel fomento, sin detenerse en adoptar los nuevos caminos, que hace indispensables la absoluta imposibilidad de los antiguos.

¿A qué fin tanto empeño en el aumento de brazos para fomentar la agricultura, si los frutos de ésta han de quedar perdidos por privárseles el expendio que innumerables concurrentes solicitan?

Que ocurrencias inevitables impidiesen al comercio de España, el consumo de nuestros frutos a que dentro de algún tiempo podría dar salida; que una interceptación temporal estancase nuestras producciones, que una numerosa marina mercante extraería fácilmente apenas cesase aquel impedimento; sufriríamos entonces una estagnación que aunque gravosa no podía ser duradera, y este sacrificio transitorio se consagraría al enlace de relaciones por donde se comunican los bienes y males del cuerpo político. Trescientos años de uniforme conducta en esta materia presentan una prueba decisiva de que nuestras pretensiones jamás terminarían a eludir la parte que nos toca en los males de la Nación; pero si ésta no tiene hoy día en sí misma recursos suficientes para sostener aquel importante ramo de que depende nuestra subsistencia, ¿será justo que abandonemos ésta o que vinculemos nuestra conservación a unos principios que no pueden producirla?

Si el amor a los intereses de la Metrópoli fuese el verdadero estímulo de mis opositores, excusarían una discusión de que no pueden esperar efectos favorables, y que sólo sirve para excitar recuerdos lastimosos e insoportables a la sensibilidad de todo buen español. Inundada nuestra Metrópoli por unos enemigos poderosos y sanguinarios, ve concentrada su independencia en un corto número de provincias, que más sirven de teatro al heroísmo, que de centro a las extensas relaciones de un comercio ultramarino. ¿Dónde consumirá España los inmensos frutos que claman por una pronta exportación? ¿Con qué marina podrá extender a países extranjeros un giro que no puede consumar en sí sola? ¿No hemos visto que la libertad de los mares en nada ha variado la antigua interrupción? ¿No vemos interrumpidos hasta los correos marítimos, y suspensa la circulación que el interés agitaría, si fuesen posibles los medios de ejecutarla?

Corramos, Señor, un velo a meditaciones que anegan el corazón en amargura, reduzcámonos a nuestra cuestión, y fijándonos en los precisos términos con que debe proponerse, preguntemos a los enemigos del benéfico sistema: ¿será justo que se envilezcan y pierdan nuestros preciosos frutos, porque los desgraciados pueblos de España no pueden consumirlos? ¿Será justo que las abundantes producciones del país permanezcan estancadas porque nuestra aniquilada marina no puede exportarlas? ¿Será justo que aumentemos las aflicciones de nuestra Metrópoli con las noticias de nuestra situación arriesgada y vacilante, cuando se nos brinda con un arbitrio capaz de consolidar sobre bases firmes nuestra seguridad? ¿Será justo que presentándose en nuestros puertos esa nación amiga y generosa, ofreciéndonos baratas mercaderías que necesitamos y la España no nos puede proveer, resistamos la propuesta, reservando su beneficio para cuatro mercaderes atrevidos que lo usurpan por un giro clandestino? ¿Será justo que rogándosenos por los frutos estancados que ya no puede el país soportar, se decrete su ruina, jurando en ella la del erario y la de la sociedad? Los ilustrados comerciantes ingleses, que tan atentamente nos observan, fijarían en Europa un general concepto de nuestra barbarie, si aquellas reconvenciones no tuviesen otro resultado que el convencimiento de hombres impenitentes en sus errores; pero yo me lisonjeo que ellas servirán de freno a los descontentos, y decidirán la superioridad al plan benéfico que la necesidad y conveniencia pública habían preparado.

Para corroborar este concepto, séame lícito trascribir el ejemplo con que un español (de quien la posteridad se acordará siempre con respeto) trató de convencer lo injusto, mal calculado, y contrario a sus propios fines del sistema prohibitivo que estoy analizando. "Supongamos que el lugar de Vallecas pertenece a un país extranjero; que abundan en él pan, carne, tocinos y otros artículos de primera necesidad, y que el soberano de aquel territorio convida a los habitantes de Madrid (que no pueden lograrlos de ninguna otra parte en muchas leguas a la redonda) a que se provean de aquel abundante mercado. Supongamos igualmente que en estas circunstancias los comerciantes de Cádiz o Sevilla, sorprendiendo la buena fe del gobierno con razones sofísticas, consigan que los habitantes de Madrid, aunque estén amenazados de hambre, y aunque tengan a su puerta abundancia de pan fresco, no puedan tomar ni un solo pan, ni una libra de carne del mercado inmediato bajo las penas más rigurosas, sino que sólo ellos tengan el privilegio de comprar este pan y provisiones de Vallecas, llevarlo a Cádiz y Sevilla, y desde allí introducirlo en Madrid y venderlo a sus habitantes. Pregunto ahora, ¿cómo llevarían esta disposición los vecinos de Madrid? ¿Cómo la miraría la Nación entera? ¿No la darían la justa denominación, por lo menos, de perjudicial y mal calculada? ¿No representarían los vecinos que la escasez, alto precio y mala calidad de provisiones originadas de aquel sistema, al paso que los empobrecía con gran perjuicio del Estado, impedía los progresos de la población? ¿Habría un ministerio que no abriese inmediatamente los ojos sobre la injusta e inhumana ambición de los comerciantes de Cádiz o Sevilla, que por la mezquina ganancia que les daba su intervención, querrían tener constantemente en la miseria un pueblo honrado y que tenía por lo menos tanto derecho como ellos a la protección del soberano?"

Los ejemplos a que únicamente puede fiarse el convencimiento de hombres que no poseen los principios científicos de la materia, presentan a la vista un horrible cuadro que hace palpar todo el mal que se afectaba desconocer: el autor del anterior logró retratar fielmente la injusticia de que los pueblos de América puedan ser provistos abundantemente de los renglones más precisos, y se les cierre su introducción, como ésta se verifique primeramente en Cádiz o en algún otro puerto europeo; de la horrible impresión que debe hacer un establecimiento tan duro y tan mal calculado, creyó fácil su proscripción; y contemplando ésta segura por la pintura que manifestaba el ejemplo propuesto, exclamó contra los monopolistas: "No, comerciantes de los puertos; semejantes abusos no pueden continuar: Carlos IV es el padre de su pueblo; sus ministros son ilustrados y celosos; en el instante que vean vuestro retrato, se acabó el imperio del monopolio".

Se hablaba entonces de un comercio, que aunque débil y lleno de trabas, podía en algún modo sostenerse; se pretendía convencer la justicia de una libre entrada de barcos neutrales a los puertos de América; y las necesidades transitorias de una guerra se contemplaban un justo título para trastornar el antiguo sistema de un monopolio, a que una continuada tolerancia parecía haber quitado su intrínseca deformidad. Nosotros pedimos menos con títulos más fuertes, y en precaución de males cuya pintura presentaría un retrato más terrible que el anteriormente copiado.

No tratamos de una absoluta proscripción del sistema prohibitivo, sino que en la posibilidad de continuarlo, a que está reducida nuestra Metrópoli, solicitamos provisoriamente un remedio, que debemos esperar se consolide bajo principios estables, apenas la Suprema Junta sea instruida de nuestra situación; los males que lo motivan no están cifrados a una estagnación eventual, a que la terminación de una guerra pueda proporcionar ventajosas indemnizaciones; son males inherentes a nuestra conservación y seguridad, dependientes del trastorno general de la Europa, y a que el ojo previsor del político no descubre fin alguno; claman los habitantes de la campaña porque no se les sepulte en una miseria, que solamente debería causar la presencia de un enemigo, que está por fortuna muy distante; y en el conflicto de riesgos y de apuros manifestados solamente por el mismo gobierno, se presenta el comerciante inglés en nuestros puertos y nos dice: mi nación emplea en el socorro de la vuestra gran parte de los tesoros que le proporciona un comercio bien sostenido; yo os traigo ahora las mercaderías de que sólo yo puedo proveeros; vengo igualmente a buscar vuestros frutos, que sólo yo puedo exportar; adimitid unas mercaderías que jamás habréis comprado tan baratas; vendedme unos frutos que nunca habrán tenido tanto precio; es justo un tráfico recíprocamente provechoso a vosotros y a la nación más íntimamente aliada de la vuestra; no desaprobará vuestra Metrópoli esta innovación, porque públicamente detesta las trabas con que su antiguo gobierno arruinó su poder, y no se opondrán vuestros jefes, porque éste es el único medio de asegurar unos pueblos, cuya conservación amenaza los más inminentes peligros.

Se asombrarían las gentes ilustradas; se avergonzarían los mismos autores de la oposición, si a esta propuesta, que es cabalmente la que se deriva de nuestras circunstancias, se respondiese: las fábricas españolas que debían proveernos están arruinadas, los puertos de que dependía nuestro comercio están en gran parte tomados, no puede nuestra Metrópoli remitirnos géneros que no tiene, ni llevar nuestros frutos que no puede consumir, no tiene marina mercante suficiente a subrogar a un comercio verdadero, la arriería marítima o el débil giro de mera consignación: son ciertos los peligros que nos amenazan, y los derechos de la rápida circulación, que vosotros ofrecéis, armarían al gobierno de una fuerza real capaz de garantirnos de todo riesgo; ¡pero ah! ¿y el comercio de España? No: es preciso adoptar todo género de sacrificios, y perezca más bien la tierra que... ¡Bárbaro lenguaje, que sólo una disculpable ignorancia puede libertar de castigo! Sin embargo, esta es la substancia de las reclamaciones que se oponen al nuevo arbitrio, y ella me autoriza para concluir con igual reconvención a la del ejemplo que estoy analizando. No, comerciantes de Buenos Aires; nuestro jefe es prudente, es ilustrado, es justo; desea el beneficio de los pueblos, y no puede ser insensible al lastimoso estado que le presentan; las necesidades del erario extienden los límites ordinarios de su autoridad; en el momento que entienda el espíritu de vuestros clamores, desapareció vuestra influencia y fuisteis a ocupar el lugar que las leyes fijaron a vuestra profesión.

Si las riquezas no usurpasen lastimosamente el rango debido a la virtud, no se atreverían los comerciantes a contradecir un plan a que deberá su restauración la agricultura. Todo nuevo sistema causa privaciones a los que habían reglado por el antiguo sus cálculos y empresas: en la necesidad de arrostrar sacrificios, la importancia de los gremios, su dignidad, su influencia en la comunidad, son títulos de rigurosa justicia que deciden la preferencia; ¿y cómo podrán los mercaderes disputar a los labradores el eminente lugar que ocupan en la sociedad? Puesto el Gobierno en la necesidad de una operación que debe perjudicar a uno de estos dos gremios, ¿deberá aplicarse el sacrificio al miserable labrador que ha de hacer producir a la tierra nuestra subsistencia, o al comerciante poderoso que el Gobierno y ciudadanos miran como una sanguijuela del Estado?

La España acaba de adoptar un papel público, en que se trata de formar el juicio del pueblo por reglas derivadas de la naturaleza; su título es, política popular acomodada a las circunstancias del día, y se encuentra en él la siguiente máxima: "¿Por qué se inclina usted en favor del labrador? Porque recibiendo de la tierra el sustento y lo que tiene, la estima en mucho más; porque ocupado noche y día en servir a la tierra y no a los hombres, es menos flexible por lo común; porque acostumbrado a que la tierra le rinda en proporción a la constancia y orden con que la cultiva, se hace por precisión justo y severo y aborrece la arbitrariedad y el desorden. No así los comerciantes: estudiando sin cesar los medios de hacerse con dinero, y teniendo siempre a la vista sus intereses particulares, se habitúan a sufrirlo todo, y a presenciar tranquilamente la opresión y tiranía del mundo entero, como sus intereses se aumenten o no padezcan".

Tales son los hombres cuya suerte se interesa en el presente negocio; la justicia no puede abandonar aquellas personas que la naturaleza misma enseñó a ser virtuosas y rectas; los deseos de mis instituyentes son puros y sencillos como sus corazones; no los agita el sórdido interés de una especulación envuelta en crímenes, sino el justo anhelo de hacer útil y estimable el fruto de la tierra en que nacieron y que hicieron fecunda con sus sudores; así, su causa es una misma con la de la Provincia, y es un enemigo de la comunidad el que ataca unos derechos que son trascendentales a ella. De aquí esa general conspiración con que todos los hombres que desean el bien de la tierra, penden en una expectación sin ejemplo de la resolución que se tome sobre este negocio; V. E. ha empezado a ser el objeto de sus bendiciones, porque ha puesto en movimiento los únicos resortes que podrían labrar su felicidad.

No puede tolerarse la osadía con que el síndico del Consulado se profiere, cuando en una de sus representaciones a aquel tribunal dice, que es la plebe la que se interesa con vivos deseos de que se ejecute el plan indicado; es ésta una injuria sobre que los honrados labradores e incorporaciones más distinguidas de esta ciudad deberían deducir formal querella, si el conocimiento del injuriante no preparase la disculpa de que ignoró lo que se decía: pero si la sola cualidad de tener dinero, ha de ser disposición para obtener ministerios que dan intervención en materias que no se alcanzan, deberían por lo menos ser obligados a la elección de mentores inteligentes, que evitasen la profanación de negocios tan importantes con desahogos que la mayor impericia no puede disculpar.

La parte más útil de la sociedad, la más noble, la más distinguida, eleva sus clamores a V. E. y aboga por una causa de que penden la firmeza del Gobierno y el bien de la tierra: este noble objeto está íntimamente ligado a la prosperidad nacional y no puede ser funesto sino a cuatro mercaderes que ven desaparecer la ganancia que esperaban de clandestinas negociaciones. "El producto limpio de las colonias europeas establecidas en América, dice el mismo filósofo, podía ser muy considerable, y la porción que podía separarse para las contribuciones podía importar mucho y ser de un gran alivio para las respectivas metrópolis, si las leyes hubieran procurado adelantar su comercio y sacarlas de la miseria". Los verdaderos intereses de la nación que las estableció, todas las esperanzas relativas a sus colonias, están fundadas en la prosperidad de éstas y en el aumento de sus riquezas. A sólo este objeto deberían dirigirse todos los cuidados de los legisladores europeos en el nuevo hemisferio. Esto supuesto, ¿quién no ve que si los colonos tuviesen libertad de pedir al suelo todos los géneros que puede producir, de proveerse de aquellos que le faltan de quien se los ofreciese a menor precio; de vender y de comprar a cualquiera nación y de aquella que más les acomodase; de satisfacer y acudir con la misma libertad no solamente a las primeras necesidades sino a las de puro lujo; quién no ve cuánto prosperarían las colonias bajo estos auspicios; cuánto crecerían su población, sus fuerzas y su comercio; cómo esta libertad daría un nuevo valor al suelo que cultivan; cómo se aumentaría la cantidad, el número y el valor de sus producciones; ofreciendo de este modo el espectáculo más agradable de la riqueza y de la felicidad de un país sostenido por la agricultura, las artes y el comercio? La sola supresión de esta exclusiva fatal bastaría tal vez para hacer prosperar las colonias y por consiguiente la Metrópoli.

Aparezcan, Señor, esos momentos felices que deben dar principio a la prosperidad de esta provincia, muévanse esos muelles poderosos que deben dar vida al erario y a la circulación del comercio; ábranse las puertas que con general perjuicio han estado cerradas hasta ahora; aprovéchense los tesoros que la naturaleza nos franquea con tanta abundancia; y adquiera la España con la opulencia de esta provincia, un grado de fuerza que subrogue la pérdida de las que han sido lastimosamente devastadas. Mi imaginación se transporta engolfada en la multitud de bienes con que un activo giro debe obrar nuestra felicidad: la tranquilidad será inseparable de un pueblo laborioso, en que no tendrán entrada los vicios, que solamente nacen con la molicie; el soplo vivificante de la industria animará todas las semillas reproductivas de la naturaleza; se facilitarán las culturas por las creaciones del genio empeñado con nuevos atractivos, innumerables barcos cubrirán nuestras radas, y sus continuados retornos formarán un puente volante que aumente nuestra comunicación con la Metrópoli; por mil canales se derramarán entre nosotros las semillas de la población y de la abundancia. Tal es la imagen del comercio; tal será la nuestra cuando V. E. nos lo conceda. "Entonces, dice el más fecundo genio de nuestro siglo, entonces es cuando la divinidad contempla con placer sus criaturas y no encuentra motivos que la hagan arrepentir de haber creado al hombre". Entonces, añado yo, se anegará en ternura V. E. al contemplar su obra y endulzado el ejercicio de un mando que al principio se presentó tan amargo, fijará en la gratitud de los pueblos un monumento indestructible, con el glorioso renombre de padre de la patria.

Este proyecto es muy lisonjero para que deje de interesar a V. E. en su ejecución; sus fundamentos son irresistibles, y sólo en un jefe de distinto carácter al que reconocemos en la respetable persona de V. E., no obrarían imperiosamente: una necesidad urgentísima ha franqueado las barreras y estorbos que pudieran oponerse; una notoria conveniencia del país ha unido la causa o sus habitantes a la del erario; una reclamación de rigurosa justicia hace servir la alta autoridad de V. E. a los sentimientos benéficos de su corazón. La causa se presenta tan firmemente sostenida, que no se han atrevido a atacarla sus propios contrarios; no se encuentra en todos sus escritos un solo raciocinio contra la substancia del proyecto: todos sus esfuerzos quedan reducidos a vanos temores, que afectan ser consiguientes al libre comercio, de suerte que su conducta es idéntica a la de un ayo ignorante, que quita de las manos de un niño una alhaja preciosa, imprimiéndole falso temor de que le ha de hacer daño.
Debiéramos condenar al desprecio tan pueril oposición, pero el interés de la causa exige un prolijo análisis de aquellos males, y es un justo homenaje a las benéficas intenciones de V. E. allanar todos los embarazos que maliciosamente se oponen a su celo. Por fortuna, esos graves males que tanto se ponderan, o son figurados, o son necesarios en todo sistema, derivándose de esta calidad las miras políticas de tornarlos, cuanto sea dables a nuestro beneficio. Yo voy a analizarlos uno a uno, pero como su exposición dimana de diferentes personas, es necesario recomendar previamente el concepto judicial que ofrece la calidad de aquéllas por el influjo que este conocimiento debe tener para apreciar el valor de sus declamaciones.

El que se ha manifestado corifeo de la oposición es don Miguel Agüero, apoderado (según él se denomina) del Consulado de Cádiz. Un difuso papel de treinta fojas es el resultado de la compilación de cuantas especies vulgares han lastimado nuestros oídos en estos días, y deduciendo de ellas la inadmisibilidad del remedio propuesto, desciende a enumerar siete medios, con que cree llenar enteramente los apuros y deseos de esta superioridad. Las leyes han prefijado las acciones, que únicamente pueden legitimar la personería con que se pretende intervención en los negocios, y reguladas aquéllas por el interés individual o por una legal representación de las personas que lo tengan, es necesario instruir al magistrado de los fundamentos que hacen al demandante parte legítima en el asunto sobre que desea ser oído.
Don Miguel Agüero no ha presentado a V. E. esos poderes del Consulado de Cádiz, con que se cree autorizado para avanzarse a los extremos que toca en su escrito, y esta manifestación no solamente era indispensable para que se admitiesen sus reclamaciones, sino también para fijar los límites de su representación por los que hubiesen prescrito sus constituyentes. A la calificación de estos poderes habría sucedido una seria repulsa de la gestión que se pretendía fundar en ellos; porque, ¿cuál es el interés, cuáles los derechos, cuáles los títulos con que puede intervenir el Consulado de Cádiz en el arreglo de nuestra economía interior, en la combinación de arbitrios que remedien los urgentes apuros que afligen a V. E.? El puerto de Cádiz no tiene con nosotros distintas relaciones que los demás puertos de la Península; la generosa resolución de un rey sabio cortó de raíz la feudalidad mercantil, que una continuada serie de desgracias había afirmado; todos los puertos de España quedaron igualmente habilitados para el comercio de América, y no se descubrirá un principio por donde el Consulado de Cádiz pretenda una intervención que los demás comercios no reclaman.

Si se trata de establecer ventajas sobre nuestra ruina, basta descubrir la intención para que se arme contra ella el celo del Gobierno, no confirió el Soberano a V. E. la alta dignidad de virrey de estas provincias para velar sobre la suerte de los comerciantes de Cádiz, sino sobre la nuestra; trabajen en la felicidad de aquéllos los encargados de su gobierno, que la nuestra es obra del celo del jefe superior a quien está encomendada nuestra seguridad. De este recíproco contraste resulta el equilibrio y prosperidad nacional, contra la que deben influir muy poco los clamores de un gremio que ha sido siempre notado en la nación por sus tenaces contradicciones a los nuevos sistemas que adoptó un gobierno ilustrado para el bien general. Era un tirano monopolio el que los comerciantes de Cádiz habían usurpado para ejercer el comercio de América con exclusión de los demás pueblos de España; trata el gobierno soberano de distribuir a toda la nación las ventajas de un comercio, para el que no tenía Cádiz preferentes derechos, y los clamores de esta ciudad resuenan por todas partes, fomentando amargas quejas que nada más obtuvieron que el desprecio del monarca, y el conocimiento general del poco pundonor con que aspiraba a una riqueza usurpada a pueblos que en nada le cedían.

Se trata del comercio de ensayo para preparar por seguras especulaciones un sólido fomento a la agricultura de estas provincias, y se renueva una oposición sostenida con el más terco empeño, sin avergonzarse de contradecir a la faz del mundo la mejora de estas vastas regiones, sólo porque no menguasen los ingresos de un injusto monopolio. Estas pretensiones han sido tan irregulares, como indecentes los medios con que se han fomentado. No crea V. E. que éste sea un desahogo ajeno de mis principios, de las personas contra quienes se dirige, y de la alta autoridad ante quien se expone: en la real cédula expedida en Aranjuez a 25 de abril de 1749, se revocó el reglamento del señor don Felipe V, del año de 1735, y después de indicar el goce en que se hallaba el comercio de Indias con arreglo al derecho de gentes, común y municipal de estos reinos, añade: "De cuya justa posesión se despojó al comercio de estas provincias el año de 1729 sin habérsele oído, con motivo de cierta ordenanza, que para estos y otros fines formó el Consulado de Cádiz, de la que consiguió obrepticia y subrepticiamente real aprobación por el servicio que hizo de crecida cantidad de pesos exigidos del caudal perteneciente al común del comercio, sin haber tenido las debidas y correspondientes facultades".

Un cuerpo de comercio que siempre ha levantado el estandarte contra el bien común de los demás pueblos, que ha sido ignominiosamente convencido ante el monarca del abuso rastrero de comprar el mal nacional con cantidades de que no podía disponer, ¿qué aprecio merece ante V. E. cuando se le ve ingerido en un negocio que no le toca, y que no presenta otro estímulo a su oposición que el terminarse a la común prosperidad? ¿Cómo podrá lograr acogida ante V. E. la representación con que el apoderado de aquel cuerpo sostiene su antiguo carácter, avanzándose al extremo de entrar en una discusión política sobre los medios y arbitrios que verdaderamente convienen a nuestra situación? ¿Quién ha consultado a este desconocido economista, o quién le ha autorizado para abrir dictamen; sobre objetos extraños al mismo intento, en que ilegalmente se ha ingerido? Si por pura deferencia se ha admitido su personería en un asunto extraño de ella, debió reducirla a la sencilla exposición de los perjuicios que pudieran resultar a su representado del arbitrio propuesto, pero de ningún modo debió extenderse a proponer planes y remedios que no se le han pedido; ¿creerá acaso que el Consulado de Cádiz tiene interés y legítima intervención en el arreglo interior de esta provincia y preferente elección de los recursos que pueden asegurar su felicidad?

Sostengo la causa de la patria, y no debo olvidar su honor cuando defiendo los demás bienes reales que espera justamente. Una discusión de tanta importancia excitará la curiosidad de los demás pueblos, las naciones que se interesen en su resultado desearán averiguar los medios que lo prepararon; lectores inteligentes serán los jueces de esta gran causa, y persuadidos de que no habrán intervenido en ella sujetos desnudos de los precisos conocimientos que exige la materia, lamentarán el estado de nuestras luces cuando vean los miserables papeles que forman el expediente. No nos salvará el conocimiento de las personas que los suscriben; porque siendo muy distinta la inteligente formación de un plan de comercio de la instrucción reducida a no equivocar el paño de Segovia con el de San Fernando, a no confundir la Bretaña de Francia con la de Hamburgo, creerán que consultaron personas inteligentes, y se formarán de la literatura del país el concepto más triste y menos merecido.

Más prudentes anduvieron los demás comerciantes de esta ciudad; contentándose con susurros y privadas declamaciones, han hecho conocer a todos su pesadumbre sin atreverse a entrar en pública discusión sobre los medios de redimirla; y aunque dos o tres dieron un paso atrevido, queriendo una junta general de comercio donde se pudiesen exponer libremente las razones de su oposición, la dificultad de encontrar mercaderes en esta ciudad con las calidades que exige la ordenanza para poder ser admitidos en aquella junta; la confusión y algarabía que se temió justamente en aquella asamblea, y el poco fruto que se esperaba de la reunión de clamores y argumentos que no han podido hasta ahora soportar la presencia de un hombre inteligente, desvanecieron la empresa, reduciéndose a la expectación, con que vanos temores les tienen en igual estado al que sostienen mis instituyentes las más justas esperanzas. Así, no se presentan los mercaderes con el carácter de un verdadero contradictor; pero como mi plan comprende todas las dificultades y embarazos, uniré sus quejas privadas a las que el apoderado del Consulado de Cádiz sostiene públicamente.

El primer reparo con que se pretende asustar, y contener el benéfico proyecto, es el perjuicio y ruina del comercio nacional, especialmente del de Cádiz. ¡Ojalá fuese fundada esta reconvención y nos pusiese en embarazos para contestarla, pues el riesgo de no adquirir el gran bien que se nos anuncia se templaría con el justo consuelo de sacrificarlo a verdaderas ventajas de nuestra Metrópoli! ¿Pero cuáles son éstas, ni cuál el comercio que resulta perjudicado por nuestro beneficio? Cuando se me nombra comercio nacional, entiendo aquella circulación de los objetos de cambio, con que el español europeo conduce a la América las mercaderías españolas que ésta no tiene, y lleva en retorno la plata y demás frutos que producen estas regiones; esta es la idea de un legítimo comercio, y todo lo que se separe de un recíproco giro fundado sobre aquellos principios, queda excluido del concepto inherente a esta voz comercio nacional.

Ahora, pues, ¿cuáles son las mercaderías con que España puede hoy día proveer nuestras necesidades, o las que el comercio de Cádiz puede remitirnos? ¿Cuál el consumo que la Metrópoli ofrece a nuestros frutos, o la activa exportación con que pueda suplirlo? Los pueblos que sostenían principalmente las relaciones ultramarinas gimen bajo la opresión del enemigo: casi todas las obras de manos españolas que circulaban entre nosotros se derivaban de Cataluña, Vizcaya, las Castillas y Galicia; en estos reinos estaban concentradas casi todas las fábricas capaces de vivificar el comercio; pero ellos son hoy día el teatro de una guerra sangrienta que consumará la ruina empezada por una ocupación destructora. No hay fábricas en el día ni podrá haberlas en mucho tiempo; porque los pueblos que han resistido el yugo opresor están todos ocupados en sostener su libertad y en conseguir a toda costa la de sus hermanos; y cuando la independencia de toda la Monarquía ponga un término glorioso a tan terrible lucha, tornará la España al orden que la naturaleza ha puesto a todos los pueblos. Ella atenderá a su agricultura, y por este verdadero camino de toda sólida grandeza, recuperará su antigua opulencia, al paso que por la misma senda obremos nosotros la nuestra.

Pero mientras llegan estos felices momentos, que el tiempo ha de preparar lentamente, ¿quién nos proveerá de los efectos que anualmente consume esta provincia? El apoderado del Consulado de Cádiz presenta al comercio de aquella ciudad con medios para sostener las relaciones nacionales, pero no produciéndose cosa alguna en aquel pueblo, siendo sus comerciantes unos meros interventores de los cambios, que sólo pueden proporcionar las otras provincias, no alcanzo cómo conserven el giro de unos efectos que la nación ha dejado de producir. Si sus miras son constituirse un conducto preciso por donde compre y venda el extranjero lo que puede vendernos y comprarnos en derechura, muéstrenos su podatario los títulos que legitiman esta traba destructora, nosotros reclamaremos contra ella la perfecta igualdad que debe haber entre pueblos que integran esencialmente un solo reino, y el apoderado del Consulado de Cádiz sufrirá la rebaja de la representación que compete al podatario de unos factores del comercio extranjero.

Cádiz decaerá de su antigua riqueza; pero esta es la suerte de todo pueblo que se eleva por especulaciones mercantiles sin apoyarlas en propias producciones; su comercio se verá reducido a un estrecho círculo; pero esto es una triste consecuencia de una guerra injusta, que ha llevado la devastación a aquellas fuentes de que antes se derivaba la grandeza gaditana. Entran los ejércitos franceses al abrigo de la más negra perfidia, inundan aquellas fértiles provincias que prestaban las materias primeras y el verdadero comercio que fomentaban la circulación de aquel entrepuerto: resulta por consiguiente un gran vacío en el antiguo giro, de que no debe culparse sino a la pérfida conducta de la Francia y a los desgraciados sucesos de nuestra Metrópoli; ¿qué culpa tiene Buenos Aires de que Cádiz no pueda remitirle las producciones nacionales que estaba en posesión de importar, o de que no pueda distribuir en el Reino los frutos que antes se repartían por aquel conducto?

No puede tolerarse la satisfacción con que se asienta que el comercio con los ingleses destruiría las manufacturas de España. Las fábricas nacionales jamás pudieron proveer enteramente el consumo de América; jamás bastaron para las necesidades de la Península, y aunque se subrogó el arbitrio de comprar manufacturas extranjeras y estamparles nueva forma para españolizarlas, pocos hombres han podido decir que todos los géneros que vestían eran nacionales. En vano mandó el rey que la tercera parte de todo cargamento fuese de industria nacional; los comerciantes se valieron del fraude para eludir esta orden, obrando no tanto la malicia cuanto la imposibilidad de que nuestras fábricas correspondiesen a todas las demandas. Ello es que la mayor parte del consumo de América ha sido siempre de efectos extranjeros, sin que se pueda alcanzar por qué principios el comercio de la nación haya reservado su celo para cuando no pueda ministrar ni aun aquella pequeña parte que antes sufragaba.

Es tal el aturdimiento con que los contrarios se producen, que aun cuentan entre los golpes del comercio nacional, el que creen indispensable a la agricultura de España. Por fortuna, la agricultura inglesa en nada puede competir con la de España, pues la diversidad de clima produce diversidad de frutos en ambos países, quedando a favor de los de la Península la preferencia debida a su calidad: ¿con qué podrán perjudicar los ingleses los vinos de España, aceites y demás frutos que se acomodan a nuestro consumo? Aun las pocas fábricas españolas no recibirán perjuicios por una concurrencia que no logrará envilecer el valor de sus artefactos. Los paños españoles, los sombreros y demás efectos propios de la Península se han vendido con estimación en medio de la baratura que ocasionó la introducción clandestina de negociaciones inglesas. Yo diría más bien que el libre comercio con los ingleses es el único medio que le queda a la España para reparar sus quebrantos y precaver la entera ruina de su comercio, pues valiéndose de buques ingleses podrá sostener un giro que en el día está cortado por falta de marina mercante que no tiene.

Aun cuando se intente un sacrificio constituyendo a Cádiz entrepuerto de los extranjeros, será éste infructuoso, porque el contrabando subrogará por vías ocultas las introducciones que en aquel sistema deben obrarse con intolerable lentitud. El giro directo quedará entonces tan débil y tan interrumpido como ahora; y nuestros apuros llegarán al extremo que V. E. está obligado a evitar; Cádiz no reportará provecho alguno con nuestra ruina, y las privaciones que le produzca el nuevo sistema serán consagradas a la integridad nacional. Se arruinará el comercio de Cádiz: este peligro es de ninguna consideración cuando se trata de salvar una gran parte del estado; guárdese éste a costa del comercio de un solo pueblo, que tiempos más favorables proporcionarán medios legítimos de una sólida reparación.

El segundo mal que se deduce de la libre admisión de negociaciones inglesas es la ruina del comercio de esta ciudad; éste es el perjuicio que se reclama con más ardor, y que alarma a nuestros mercaderes, considerándose víctimas de una ruina inevitable; pero si quiere V. E. desvanecer este grande argumento, que comparezcan los que lo proponen, que sean preguntados; ¿qué entienden por comercio del país? y los verá V. E. confundidos sin atinar con una verdadera inteligencia, con una juiciosa demostración de los males que lamentan. Los mercaderes que nos venden géneros, no son el comercio; éste se distingue substancialmente de las personas que intervienen en su circulación, y las privaciones personales inherentes a todo nuevo plan, jamás han contenido la ejecución de aquellos arbitrios, que felices circunstancias preparan para inmortalizar la época de un gobierno benéfico. La siguiente explicación desvanece las equivocaciones con que los mercaderes han sostenido una representación usurpada a la agricultura; ella es tomada del mismo sabio español antes citado, quien la transcribió de un francés, por su oportunidad para el presente caso.

"¿Qué viene a ser el comercio? Es el movimiento o circulación de los objetos de cambio, por el que nos deshacemos de nuestros sobrantes, y adquirimos lo que nos hace falta. ¿Quiénes son los que contribuyen más al comercio, y, por consiguiente, sus partes esenciales? Son los creadores de los objetos de cambio naturales o manufacturados: son los agricultores y artesanos. Vosotros, comerciantes de los puertos de mar, vosotros no sois sino los corredores, los trajineros del comercio; más, en muchos casos sus mayores enemigos, por el precio exorbitante que ponéis a vuestra intervención. ¿Miráis en vuestras operaciones el bien del estado? No; el oro es vuestro dios y el objeto de vuestras diligencias, como lo prueba el que siempre os he visto contentos de la escasez y pesarosos de la abundancia.

"Decís que protegéis al labrador y al artesano: ¿pero cómo los protegéis? Adelantándoles socorros de poca monta sobre su cosecha o su trabajo, con condiciones tan usurarias, que en lugar de sacarles del ahogo, vuestro socorro les sumerge más y más en la pobreza. ¿Se declara la guerra entre vuestro soberano y otra potencia? jamás tomáis una parte activa en la querella; ¿qué os importan las disputas de corona a corona? El comerciante, como vosotros decís, es cosmopolita o ciudadano del universo. ¿Cuáles son vuestras miras en vuestro comercio con las colonias? Estrujar y aniquilar de tal suerte a los colonos, que en cuatro o seis años podáis contar con una fortuna hecha, y que no hubierais podido formar por un comercio de ganancias moderadas en quince o veinte. En consecuencia, ¿cómo tratáis al comercio? Como un viajero trata los muebles de un cuarto alquilado. Nada prueba más, añade, que dos cosas no son idénticas, como el que puedan considerarse abstractamente separadas.

"Supongamos que el labrador vendiese él mismo sus cosechas, y que el artesano las comprase en derechura con el fruto de su industria; en este caso existiría en realidad un comercio, y es evidente que no existiría el comerciante. Esta proposición es puramente teórica, confieso que la multitud y rapidez de los cambios requiere otras manos interventoras; pero siempre prueba que el comercio y el comerciante no son la misma cosa. En una palabra, es tan ridículo en los comerciantes pretender ser el comercio, como en los clérigos pretender ser la religión."

Esta demostración es muy brillante, para que a su vista continúen nuestros mercaderes usurpando la voz y representación del comercio; el interés de éste consiste esencialmente en la activa circulación que termina por el fomento de la agricultura; y el bien de ésta, trascendental a todos los ramos que dependan de ella, no puede sacrificarse al interés particular de sus corredores. Aun este pequeño mal es aparente e inverificable, pues no puede prosperar el comercio fundamental de la Provincia, sin que sus interventores participen de las ventajas consiguientes a un giro que debe practicarse por medio de ellas. Un comercio débil y vacilante no ofrece al mercader sino especulaciones limitadas, que no se atreve a extender por las incertidumbres del éxito: una circulación activa hace suceder rápidamente las negociaciones, y no es menos lucrativa a los que sostienen las fuentes originales del giro, que a las manos intermediarias que manejan y dirigen la circulación.

¿Por qué misterio resisten nuestros mercaderes un comercio activo de cuyo provecho deben participar ellos mismos? ¿Acaso porque cargados de efectos de España, temen que la baratura consiguiente a la introducción de negociaciones inglesas, haga quebrar las existencias de anteriores importaciones? No, Señor: los estados de la Aduana, la vista de los almacenes y tiendas, la más constante notoriedad deponen que los mercaderes de Buenos Aires no tienen géneros españoles; que las débiles remesas de la Metrópoli no cubren la décima parte de nuestro consumo; y que por este respecto no pueden temer perjuicio alguno del nuevo arreglo. Los seguros conocimientos que me asisten sobre esta materia me deciden a hacer a V. E. la siguiente proposición: mis constituyentes bajo las seguridades y fianzas de todas sus propiedades y posesiones abonan a los mercaderes de Buenos Aires todas las negociaciones españolas, que acrediten haber introducido por la Aduana, dándoles de aumento un cincuenta por ciento, como se les faculte para recoger de los almacenes y tiendas todos los géneros de clandestina introducción. El comerciante honrado, que no debe su fortuna a negociaciones envueltas en delitos, no puede resistirse a esta proposición; pero comuníquesela V. E. a los quejosos, y esto sólo bastará para ahuyentarlos de su presencia.

Es este un convencimiento irresistible, que descubre los verdaderos motivos de la oposición de nuestros mercaderes. Los que han conservado la dignidad y pureza de un buen comerciante, propenden con sinceridad a la ejecución de un arbitrio que siendo útil al país debe ser lisonjero a todo hombre de bien; de aquí un gran partido entre los comerciantes de primer rango a favor del libre comercio, habiéndose hecho notable en el pueblo que solamente se empeñan en contradecirlo los que se ven pendientes de gruesas negociaciones de introducción clandestina. Estos son los opositores al arbitrio propuesto por V. E.; éstos los que claman por los perjuicios de que se ven amenazados: ¿pero qué aprecio merecen sus clamores, o qué títulos pueden alegar para empeñar al Gobierno a que los redima del mal que los amenaza?

Un negociante a quien la suerte de sus asuntos prepara un gran quebranto, es acreedor a la protección del gobierno y compasión de sus conciudadanos; es justo se le dispense todo género de consideraciones, como no se comprometa el bien general a que debe sacrificarse toda fortuna privada; pero el que se ve amenazado de una quiebra, que no sufriera si no hubiese quebrantado la ley, reportaría provecho de su propio fraude, si tuviese acción para ser protegido. Un comerciante imprudente a quien sorprende una paz con considerables empleos en tiempo de guerra, llora su ruina, sin que pretenda turbar el placer con que rebosa la comunidad por la cesación de tantos males; los mercaderes que contradicen nuestro beneficio, no sufren en la quiebra que padezcan las resultas de una imprudencia, sino el castigo de un grave delito: despreciaron la ley porque pudieron comprar su impunidad; sufran ahora el castigo que se les habría impuesto si no hubiesen conseguido burlar la vigilancia del gobierno; y avergüéncense de implorar ante la respetable autoridad de V. E. que se sacrifique el pueblo para que ellos gocen tranquilamente el fruto de sus delitos.

La seguridad de estos conocimientos destruye los abultados males que se derivan de la libre circulación contra el comercio del país, y descubiertos los verdaderos motivos de esta queja, podría repetirse la contestación que en estos tiempos se dio a igual reclamo. Los únicos perjuicios que sufrirá el país con el libre comercio son: Primero: que decaerá el giro clandestino, porque nadie preferirá sus riesgos a la seguridad de una pública importación. Segundo: los ocultos introductores que se llaman contrabandistas, carecerán de este honroso modo de pasar la vida y tendrán que tomar un fusil o aguja. Tercero: los dependientes del resguardo no serán necesarios en tanto número, ni tendrán tan crecidas obvenciones. Cuarto: los subdelegados y demás partícipes en los comisos quedan perjudicados. Quinto: decaerá el espíritu militar sin las continuas batallas de los contrabandistas. Sexto: los presidios no estarán tan llenos si se evita el grande ingreso de los defraudadores, y los curiales perderán mucho, faltándoles causas de esta especie, que les son tan lucrativas. Un gobernador, que era entonces el ídolo de su pueblo, y cuya literatura se recordará siempre con respeto, repelió con esta irónica zumba la importunidad de los comerciantes de Cádiz, que sostenían un empeño enteramente igual al de los nuestros; y este es seguramente el lenguaje más propio para contestar semejantes pretensiones.

El tercer mal que más se pondera, y con que se pretende asustar a todas las gentes, es la total absorción y falta de numerario: se clama que el comercio con los ingleses producirá una entera extracción de nuestra moneda, de que resultará un gran vacío que sea tan funesto al Gobierno como a la Provincia; pero si se medita bien este punto se conocerán los vanos temores en que se funda tan errado pronóstico, deduciéndose de una inteligente discusión que esa misma extracción de numerario, que los mercaderes lamentan, es un verdadero bien del país, que presagian desolado. Esta proposición parecerá paradoja; pero yo emprendo su exposición con formal advertencia de que por ahora prescindo de los mercaderes que se me oponen, pues los sublimes principios de la ciencia económica ni se aprenden, ni se emplean dignamente en el mostrador de una tienda.

Los extranjeros nos llevarán la plata: esto es lo mismo que decir nos llevarán los cueros, el sebo, la lana, la crin y demás producciones de esta provincia: la plata es un fruto igual a los demás, está sujeto a las mismas variaciones, y la alteración de su valor proporcionalmente a su escasez o abundancia, sostiene en ambos casos la reciprocidad de los cambios, subrogando equivalentes del numerario que en sí mismo no es de uso ventajoso para el comercio. ¿Será un mal para el país, que los frutos de su privativa producción se exporten con una celeridad propia de la circulación más rápida?

La solución que se dé a esta pregunta satisfará los temores, que se fundan en la extracción de numerario consiguiente al comercio extranjero.

La plata no es riqueza, pues es compatible con los males y apuros de una extremada miseria; ella no es más que un signo de convención con que se representan todas las especies comerciables: y sujeta a todas las vicisitudes del giro, sube o baja de precio en el mercado según su escasez o abundancia, siempre que por otra parte no crezcan o disminuyan las demás especies, que son representadas por ella. De aquí es que su extracción en concurrencia de los demás frutos del país es indispensable para su prosperidad, pues estancada en número excesivo al que exige la circulación, bajaría su valor, y refluyendo en el de las demás cosas vendibles, se preferiría la compra del dinero por ser más barato que los demás renglones.

Estos son principios elementales de la ciencia económica, y ellos garantizan al país de los abultados males que se quieren derivar de la saca de dinero: cuando ella fuese tan crecida que hiciese escasear este fruto de signo, aumentaría en valor lo que disminuyese en número, y puesto en estado de ser preferible la compra de otros frutos por el excesivo precio de aquél, se sostendrá la circulación por el equilibrio dimanado del mucho valor a que había ascendido el poco número. Entonces sucederá lo que con cualquier otro fruto; pues si el sebo escasease, por ser el más apreciable, hasta el extremo de retraer al comprador por los riesgos de su especulación, se convertirá a los otros frutos, que la concurrencia al primero habrá hecho decaer; y por este medio se conservará el giro fomentado con la alternativa de subida y decadencia en los efectos que son la fuente inagotable de los recíprocos empleos.

Dada a nuestro comercio la actividad y vida consiguientes a la libertad de importar y extraer, no hay riesgo alguno de que falte el numerario para las atenciones del estado y necesidades del ciudadano: el dinero necesario para la circulación interior de un país nunca se consume, porque está ligado por la misma reciprocidad de los cambios, y el inmediato interés que todos tienen en no desprenderse de la parte precisa para la correspondencia de los negocios, y satisfacción de las urgencias privadas. El señor don Victoriano de Villalba demostró, por conocimientos apoyados en experiencias y doctrinas de sabios economistas, que para la conservación del giro interior de un pueblo comerciante basta una cantidad muy inferior a la que vulgarmente se cree; y que fijada ésta por los respectivos extremos de la circulación, no hay riesgo de que por motivo alguno desaparezca. Esto es consiguiente al interés que mueve la gran máquina del comercio, pues por mucho empeño que ponga el extranjero en extraer una moneda de que espera provecho, siempre lo pondrá igual el del país en conservar un signo de que necesita para continuar sus especulaciones.

Estos principios son muy superiores a las vulgares ideas que han formado hasta ahora un comercio de factoría y corretaje; pero no por eso son menos ciertos; y si a pesar de ellos se insiste en que la saca de numerario que haga el extranjero es un verdadero mal, responderé que estamos tan habituados a él, que debemos ya perderle el miedo: ¿Qué extracción de plata puede haber mayor a la que sufrimos perpetuamente? Búsquese un peso del señor Felipe V, o del señor don Fernando VI, y no se hallará; aun del señor don Carlos III, se encontrarán muy pocos, y comparados los estados anuales de la casa de moneda de Potosí, que casi exclusivamente nos provee de numerario, con los registros de remisiones hechas a España, resultará un pequeño residuo, el muy preciso para mantener la circulación, y que ningún esfuerzo extranjero será capaz de extraerlo cuando los de nuestros comerciantes no han podido conseguirlo.

Si V. E. desea evitar la extracción considerable de numerario que se ha practicado en estos últimos tiempos, no tiene otro arbitrio que abrir las puertas del comercio, para que el negociante inglés pueda extenderse a todo género de exportaciones. Es funesta consecuencia del contrabando poner al introductor en la precisión de extraer en dinero efectivo los valores importados. Aunque su verdadero interés está ligado al retorno de frutos sobre que pueda girar una nueva especulación, los riesgos consiguientes a una prohibición severa le hacen renunciar las mayores ventajas, y prefiriendo la seguridad de la moneda, que nunca puede conciliarse con unos frutos voluminosos, sacan en aquélla todos sus valores, privándose del lucro que justamente se prometen de una nueva negociación, y privando al país del beneficio que reportaría con la continuada exportación de sus apetecidos frutos.

Se calculan prudentemente seis millones de mercaderías inglesas introducidas en el Río de la Plata desde el año de 1806; la mayor parte de estos considerables valores ha sido extraída en numerario, porque prohibida la exportación de nuestros frutos no quedaba otro arbitrio para sacar sus caudales; algunos atropellaron los riesgos y embarcaron frutos a pesar de su absoluta prohibición; pero un embarque clandestino de especies tan voluminosas nunca pudo ser considerable, bastando apenas para la precaria existencia de los hacendados, que en el caso de una franca exportación habrían llegado a la opulencia.

El riesgo a que todo introductor ha expuesto una parte de su fortuna, cargando algunos frutos en medio de las dificultades casi insuperables que los rodeaban, es una prueba de la activa exportación que logrará el país si se rompen las cadenas que han estorbado la salida.

Se manifiesta muy estrecho el círculo de las ideas de nuestros mercaderes cuando creen que el resultado de una franca exportación será la aniquilación de nuestra moneda. El verdadero comerciante no quiere dinero cuando puede llevar su importe en especies comerciables; un peso nunca será más que ocho reales, y su valor reducido a frutos naturales o de industria, puede ser diez, doce o veinte reales, según la combinación y destino a que sea conducido. Cuando este superior Gobierno compró el bergantín inglés llamado ahora "Fernando VII", se promovieron dudas sobre si podría permitirse al vendedor la extracción de veinte mil pesos en que fue celebrada la compra: el comerciante inglés comprendió que el apego al numerario era el origen de aquellos embarazos, y se presentó renunciando todo dinero efectivo con tal que se le permitiese sacar en frutos del país el valor del buque vendido.

Es digna de leerse esta representación, que existe en la Escribanía de Superintendencia, porque en ella se advierten rasgos de un verdadero comerciante, que se conduele de la poca instrucción que notaba en el país sobre materias de comercio. El enseña que no es la plata el objeto más apreciable a un comerciante inteligente, sino los frutos y mercaderías sobre que puede extenderse en especulaciones bien calculadas; añadiendo que como el Gobierno abriese las puertas de estas provincias traería mil barcos del Támesis, cuyos dueños remitirían gustosos fondos considerables en numerario para comprar nuestros frutos, que les son más apreciables. Así se explican los individuos de aquella nación, que es hoy día la primera del mundo en materias de comercio; y V. E. puede estar seguro que su conducta no desmentiría sus promesas, debiéndose esperar que las lecciones de su manejo producirían en los tristes mercaderes de la oposición conocimientos que no tienen, e ideas generosas que en el estado presente los asustan.

Concluyamos este punto con la graciosa invectiva de un político moderno, que hallándose en igual empeño de convencer que el libre comercio no exponía a una perjudicial y ruinosa extracción del numerario, dice: "Los sectarios del antiguo sistema mercantil, que sólo aprueban restricciones del trato humano, cuando afectan tener miedo al vacío del dinero, que creen consiguiente a la franca comunicación con los pueblos civilizados, se parecen a la secta de peripatéticos que afectaba tener igual miedo al vacío físico, perdiendo por este vano horror el conocimiento de las leyes de la naturaleza, y estorbando siglos enteros los progresos del espíritu humano. Solamente debe mirarse con horror el vacío de los mejores trabajos productivos del país; el vacío que de ahí resulta en los bienes sólidos que proveen los artículos de subsistencia y las materias de las artes; y finalmente, el vacío en el conocimiento de los verdaderos principios de la economía política, que influyen en el progreso de la riqueza y prosperidad de las naciones".

Estos son los vacíos que debieran temer nuestros mercaderes, y no el de un dinero que nadie arrancará de sus manos, y que bajo el sistema prohibitivo nunca podrá influir en la verdadera riqueza de la Provincia. Tales son los principales perjuicios que los mercaderes derivan del nuevo establecimiento: ellos son de tal naturaleza que una sencilla exposición ha bastado para convencer que son figurados, o necesarios; y en ambos casos no deben detener a V. E. para el benéfico arbitrio con que medita el remedio de apuros urgentísimos. Los otros males que igualmente se reclaman como consecuencia precisa del franco comercio, son tan débiles que no merecen una contestación detenida; así me reduciré a ligeras indicaciones de los que se aparentan más graves, y del verdadero concepto que debe formarse de estas ponderaciones.
La agricultura llegará al último desprecio. Estaba reservado al apoderado del Consulado de Cádiz este gran descubrimiento. La libre exportación de los frutos se contempla ruinosa para la agricultura que los produce. ¿Cuál será entonces el medio de fomentarla? Según los principios de nuestros mercaderes deberá ser que los frutos estén estancados, que falten compradores por la dificultad de extraerlos adonde deben consumirse, y que después de aniquilar al labrador por no indemnizarle los costos de su cultivo y cosecha, se pierdan por una infructuosa abundancia, teniendo por último destino llenar las zanjas y pantanos de nuestras calles. Sí, Señor: a este grado de abatimiento ha llegado nuestra agricultura en estos últimos años; se han cegado con trigo los pantanos de esta ciudad; pero tan miserable constitución, que enternece a los hombres patriotas y escandaliza a todas las gentes, es la suerte precisa de un pueblo, en que, tratándose de aliviar tamaños males, se atreven a gritar los mercaderes: se arruina la agricultura si a los frutos se les proporciona estimación y pronta salida.

Las artes y la industria quedarán arruinadas. Era necesario en los mercaderes un empeño tan extraordinario como el presente para que se oyesen de su boca palabras favorables a nuestros artistas; pero el favor que les dispensan es tan sincero, como las intenciones con que lo producen. Fomentada la agricultura, enriquecida la tierra, deben enriquecer igualmente los artesanos. "Cuando los propietarios de terrenos son ricos, dice Filangieri, es rico el estado; si éstos son pobres, el estado también es pobre. Todas las clases de la sociedad deben confesar que su suerte está unida a la de los propietarios de los terrenos.

"El artista que les viste, que fabrica sus casas, que construye sus muebles, que trabaja los utensilios necesarios a la cultura de sus tierras; en una palabra, que provee a su necesidad y a su lujo; el mercenario que les sirve, el abogado que los defiende, el mercader que comercia por ellos, el marinero y el arriero que transportan sus productos, todos estos individuos que trabajarán más y serán mejor pagados por los propietarios de los terrenos, cuando ellos vendan más caros sus productos. Si los que no son propietarios deben pagarlos a más alto precio, también a más alto precio deben ser pagadas sus obras por los propietarios."

Es muy vergonzoso el rastrero manejo que algunos comerciantes han ejercido alarmando a nuestros artesanos con abultados temores de un total abatimiento y ruina de sus obras. ¡Qué concepto tan desfavorable formarán los demás pueblos de nuestros comerciantes, cuando sepan que, puestos en el empeño de influir sobre un proyecto económico relativo al comercio del país, no encontraron gremio a quien asociarse, o que se dignase tomar parte en su demanda sino el de los herreros y zapateros! ¡Qué mengua sería también para nuestra reputación si llegase a suceder que en los establecimientos económicos de que pende el bien general, y en que deben apurarse los conocimientos de los mayores hombres, se introdujesen a discurrir los zapateros!

La circunspección de V. E. nos libertará de este borrón; y la docilidad de nuestros artistas no será sorprendida. ¡Artesanos de Buenos Aires! Yo os exhorto a nombre del gremio que represento, que no os dejéis deslumbrar sobre unas ventajas, que siéndolo del país, deben refluir en vosotros. No creáis a los seductores que os precipitan, y estad seguros de que no necesitáis otra prueba para desconfiar de sus promesas, que ver el celo con que protegen vuestra causa.

¿Quién creerá a los mercaderes de Buenos Aires sinceramente consagrados al bien de los artistas del país? Cuando os digan que los ingleses traerán obras de todas clases, respondedles que hace tiempo se están introduciendo innumerables clandestinamente, y que si esto es un gran mal, ellos solos han sido sus autores. Si os dicen que no podréis competir con los artistas extranjeros, replicad que éste es un mal a que siempre habéis estado expuestos, pues las leyes los toleran y admiten francamente. Si insisten en que traerán muebles hechos, decid que los deseáis para que os sirvan de regla y adquirir por su imitación la perfección en el arte, que de otro modo no podréis esperar; que aunque entonces valgan menos vuestras obras haréis más con su producto, pues podréis proveeros fácilmente de los renglones que hoy no alcanzáis sino a costa de sacrificios; y últimamente, respondedles que por lo que hace a la concurrencia con vuestras obras, os es indiferente que vengan de España o de un reino extranjero; y después de recordarles la libre y abundante introducción de obras de mano que proveía la Metrópoli, conducidlos a sus propias casas, y las encontraréis adornadas con muebles que no habéis trabajado.

Las provincias interiores se arruinarán. El apoderado del Consulado hace este fatal presagio, que lo extiende hasta creer arriesgada la unión que nos relaciona con estrechos vínculos; pero al verlo persuadido de que los tucuyos de Cochabamba se consumen en Chile, se descubre que no tiene conocimientos de los países sobre que discurre. Las telas de nuestras provincias no decaerán, porque el inglés nunca las proveerá tan baratas ni tan sólidas como ellas; las fábricas groseras de los países que recientemente nacen para el comercio, tienen su aprecio y preferente consumo entre las gentes de aquellas provincias: los telares de las nuestras no decaerán por el franco comercio; pero sobre este punto expondré en la tercera parte consideraciones que acreditarán que no somos insensibles al bien de nuestros hermanos.

La consideración en que más insiste el apoderado del Consulado de Cádiz, y que hasta los pulperos repiten entre dientes, es que concedido a los ingleses el comercio con las Américas, es de temer que a vuelta de pocos años veamos rotos los vínculos que nos unen con la Península española. Aunque para producir tamaño atentado se toma el disfraz de atribuir este peligro a la codicia de los extranjeros, se penetra muy bien que el verdadero espíritu de esta injuriosa invectiva es suponer arriesgada la fidelidad de los americanos con el trato extranjero; pero esta es la última prueba de lo que es capaz un comerciante agitado por la insaciable sed de la codicia.

Por lo que hace a los ingleses, nunca estarán más seguras las Américas, que cuando comercien con ellas, pues un nación sabia y comerciante detesta las conquistas y no gira las empresas militares sino sobre los intereses de su comercio. Por lo que hace a nosotros, es una injuria que solamente podría esperarse de un mercader en los transportes de la avaricia. Es demasiado notoria la fidelidad de los americanos; la historia nos enseña que jamás ha necesitado la España de otra garante para la seguridad y conservación de estas provincias; y la época presente nos ha proporcionado pruebas que deben envidiarnos hasta los pueblos de España. Los ingleses mirarán siempre con respeto a los vencedores del cinco de julio y los españoles no se olvidarán que nuestros hospitales militares no quedaron cubiertos de mercaderes, sino de hombres del país que defendieron la tierra en que habían nacido, derramando su sangre por una dominación que aman y veneran.

Es esta una materia sobre que no quiero discurrir, para evitar transportes a que provoca la gravedad de la injuria: así, permítame V. E. transcribir lo que dice el gran Filangieri sobre este punto: "No se me oponga que estas colonias, si llegaban a ser ricas y poderosas, desdeñarían de estar dependientes de su madre. La carga de la dependencia solamente se hace insoportable a los hombres, cuando va unida con el peso de la miseria y de la opresión. Las colonias romanas, tratadas con aquel espíritu de moderación que habían inspirado el interés y la política del Senado, lejos de aborrecerla se gloriaban de una dependencia que constituía su gloria y su seguridad. Su condición era envidiada aun de aquellas ciudades que, incorporadas con Roma y bajo el importante nombre de municipios, habían juntado todas las prerrogativas de ciudadanos romanos con la conservación de sus usos particulares, de su culto y de sus leyes. Muchas de estas ciudades procuraron el título de colonia, y aunque sus prerrogativas eran muy diversas, no obstante, bajo el imperio de Adriano no se sabía cuál era la que llevaba la ventaja. Su prosperidad no las hizo jamás rebeldes, ni les inspiró la ambición de la independencia. Lo mismo sucedería con las colonias modernas: felices bajo su metrópoli, no se atreverían a sacudir un yugo ligero y suave para buscar una independencia, que las privaría de la protección de su madre, sin quedar aseguradas de poder defenderse o de la ambición de un conquistador, o de las intrigas de un ciudadano poderoso o de los peligros de la anarquía. No ha sido el exceso de las riquezas y de la prosperidad el que ha hecho rebelar a las colonias anglicanas; ha sido el exceso de la opresión el que las ha llevado a volver contra su madre aquellas mismas armas, que tantas veces habían empeñado en su defensa".

¿Convendrán a las potencias europeas posesiones ultramarinas? pregunta el marqués de Saint Aubin. Algunos creen que no; porque si las conservan débiles no sacan provecho de ellas, y si las hacen prosperar se exponen a su pérdida. ¡Ideas miserables! exclama aquel gran político: deben tenerse estas posesiones, pues en el actual estado son indispensables para la prosperidad europea; pero es necesario labrarles su felicidad, para que la gratitud y el convencimiento de su propia conveniencia sean vínculos indestructibles de una estrecha unión con su madre patria. El apoderado del Consulado podía haber sido instruido que ese mismo Cádiz, de cuyos intereses se manifiesta tan celoso, solicitó del pueblo romano el título de colonia, prefiriéndolo al de municipio por el suave gobierno de aquella metrópoli; y cuando ignorase esto (porque seguramente no tiene motivo para saberlo) podía en los años que lleva de América, haber conocido el carácter de nuestras gentes y abstenerse de inferir tan alta injuria a la fidelidad de unos hombres que desde los primeros años del descubrimiento de las Américas se glorian de haber dado constantemente lecciones de subordinación a los mismos europeos.

Yo me voy exaltando insensiblemente al ver la grave injuria que reciben estos pueblos por la menor sospecha de su fidelidad: disculpemos las expresiones del contrario; quizá no fue su intención inferir a la América tamaño agravio, o quizá sentó aquella proposición para otros fines sin alcanzar todo el veneno que encerraba. Me inclino a este benigno partido, porque el apuro de compilar argumentos ha sido tan grande, que no se ha dudado interesar en la causa hasta la santidad de nuestra religión y pureza de nuestras costumbres. La navecilla de la Iglesia ha padecido en estos borrascosos tiempos violentos contrastes, pero deberíamos temer que el divino piloto hubiese abandonado su timón si viésemos confiada la defensa de sus sacrosantos derechos a los católicos esfuerzos del apoderado del comercio de Cádiz.

Don Miguel Agüero no tiene representación para promover acciones que no competen a sus instituyentes; él clama que peligran nuestra religión y buenas costumbres por el libre trato con los ingleses, pero si este peligro es bastante para cortar su comunicación, reciben un terrible golpe sus poderdantes, pues su existencia política depende hoy, principalmente, de las íntimas relaciones y libre trato que sostienen con ingleses, moros, judíos y hombres de toda secta. ¿Creerá acaso el apoderado que la fe de los de Cádiz tiene una firmeza de que carece la nuestra? Si se hablase de las montañas de Santander podría haberse deslumbrado por el glorioso dictado de cristianos viejos, pero esto no compete a los de Cádiz con preferencia a los de la América. Aún no había caído enteramente el imperio de Mahoma en las Andalucías, cuando empezó a caer el del sol en estas regiones. Llegó a predicarse en Buenos Aires que pecaban gravemente los padres de familia que permitían a sus hijos viajar por países extranjeros; el papel del apoderado gira sobre principios enteramente análogos a aquella máxima, pero el gobierno, sin condenar los esfuerzos de un celo que puede ser laudable por los principios que lo inspiran, obra libremente en la combinación de las relaciones políticas a que está vinculada la felicidad y firmeza de los imperios.

¿A qué extremos no conduce el empeño de sostener una mala causa? Desesperados los mercaderes al ver que las relaciones más respetables no pueden hacerse servir al interés personal que los anima, prorrumpen en visibles desconciertos, llegando hasta el punto de exclamar que se llenará la tierra de efectos que no podrán consumirse en muchos años. Si el anuncio fuese fundado, si fuesen ciertos los males que se derivan de él, deberían recaer todos en los comerciantes ingleses, pues no podrían vender sus excesivas importaciones; pero no, Señor, el comerciante inglés sabe sobradamente, y no necesita que el nuestro le ilumine y precava sus errores; él no traerá sino lo que pueda vender, y el país no le comprará sino lo que pueda consumir. El consumo se aumentará, porque enriquecida la campaña e incitado el lujo naciente de unos hombres que jamás han probado comodidades, se multiplicarán éstas por la facilidad que resulta de la abundancia y baratura de buenos géneros y de las mayores facultades para proporcionárselos.

La estrechez del tiempo no me permite dar la debida extensión a mis ideas: si V. E. gusta que se publique este escrito, podré entonces agregar las reflexiones que ahora suprimo: ellas servirán de un baluarte inexpugnable contra los tiros que la audaz ignorancia prepara a la justificación del proyecto. Lo expuesto hasta aquí es bastante para que, descubierto el gran fantasma que solamente asustaba a los que no se acercaban a reconocerlo, obre imperiosamente la necesidad que ha provocado al nuevo arbitrio; influya en éste la conveniencia pública a que está unido íntimamente, y se sostengan por títulos de rigurosa justicia unos derechos atacados por consideraciones tan frívolas como las que se han empleado en aterrarnos. La oposición estriba en tan débiles fundamentos, que ha sido bastante acercarnos a su examen para contar con su triunfo; pero éste no será completo, si por una inteligente combinación no se precaven los males negativos que la mezquindad en el arreglo podría producirnos. Esta es la obra del gobierno, a cuyo celo deferimos gustosos nuestra suerte; pero habiéndose propuesto arbitrios y arreglos por el apoderado de Cádiz y el Real Consulado, los indicaré con rapidez, notando su oportunidad o inconducencia. Con esta operación llenaré la tercera parte de mi representación, para la cual reservé expresamente el examen de los medios con que el apoderado Agüero pretende libertar de apuros a V. E., sacándolos, en obsequio de la claridad, del primer artículo de la primera parte a que por un orden riguroso correspondían con más propiedad.

Primer arbitrio del apoderado de Cádiz: la apertura de una subscripción por vía de empréstito, bajo la seguridad no sólo de las Rentas Reales, sino también de los fondos del Consulado y Cabildo de esta ciudad, añadiendo que, para estimular a los prestamistas, se les declare un premio que pueda llegar hasta un doce por ciento. Sobre el recurso de los empréstitos se ha reflexionado suficientemente en la primera parte de este escrito; solamente añadiré que el triste resultado del empréstito abierto por el Excmo. Cabildo por medio de una solemne proclamación y el pequeño fruto de las activas y exquisitas diligencias practicadas por el comerciante don Benito Iglesias, son la medida por donde debe graduarse lo que sacará V. E. de la repetición de tan desengañado recurso.

Nada se avanza en favor de este arbitrio con las hipotecas de la Real Hacienda, fondos del Consulado y Cabildo. El antiguo déficit ascendía a un millón y doscientos mil pesos; a esta cantidad debe agregarse millón y medio que dejará el Perú de remitir, y para unas cantidades tan exorbitantes, ¿qué garantía presentan los indicados fondos? Si no tienen suficientes ingresos para responder, nada se aventaja con su hipoteca, pues los prestamistas desconfiarán justamente; si sus fondos se consideran bastantes, háganse cargo de aliviar directamente los apuros. Lo cierto es, que sólo en el caso de ser segura la garantía, puede contemplarse oportuna su propuesta, y entonces no se combinan los sentimientos religiosos del apoderado, pues un doce por ciento de premio sobre capitales asegurados, dice muy mal con el elevado celo que prefiere la pérdida de la tierra a un remoto peligro de que la herética pravedad la contagie.

Es el segundo medio la imposición de nuevos gravámenes al comercio de ensayo, y aun al de la Metrópoli, a los caldos de Mendoza y San Juan y a todos los demás ramos, como se hizo poco ha con la carne. ¡Qué recurso tan pobre, tan triste, tan miserable! ¡Pretender imposiciones sobre ramos nacientes o aniquilados, cuando por un general fomento se presentan fácilmente ventajosos resultados que nunca pueden esperarse de aquel arbitrio! Causa lástima, Señor Excmo., echar la vista sobre los comerciantes de caldos de San Juan y Mendoza; casi todos están arruinados por el enorme peso de unas contribuciones que progresivamente han crecido hasta hacerse insoportables. Por la cruel petición de que se aumenten sus gravámenes, deben regular nuestros labradores y artistas la buena fe con que el apoderado de Cádiz se conduce, cuando aparenta lamentar su suerte, interesándola en el feliz éxito de su oposición.

Tercer medio: imposición de gravámenes a todas las propiedades y venta de las temporalidades y demás bienes de la Corona. Contribuciones a un pueblo que gime en la miseria, y a quien repetidas calamidades han reducido a la imposibilidad de satisfacerlas, es el medio más aparente para anticipar la ruina que se desea precaver. ¡Qué recursos tan abundantes se presentan a V. E. en la venta de bienes reales cuyo valor apenas alcanzará para los gastos de un solo mes! La supresión que hizo esta superioridad de los derechos patrióticos, es un argumento de que no los creyó convenientes, y su nueva propuesta no debe considerarse tanto un error cuanto un exceso de los alcances e intervención a que debía reducirse.

Cuarto arbitrio: el cercén de los sueldos de los empleados desde la una hasta las dos tercias partes de su importancia regular. Lastimados están ya nuestros oídos, señor Excmo., con los repetidos clamores contra los sueldos de los empleados: en vano se ha demostrado por mil modos diferentes, que sus escasas dotaciones no son susceptibles de la menor defraudación; en vano se ha calculado el pequeño auxilio que reportaría el erario por este deficiente remedio; las demostraciones más justas no calmaban la conspiración contra los sueldos y el resultado de una generosa deferencia, con que los empleados abdicaron gustosos una parte de sus dotaciones, no produjo otro efecto que envolver a sus familias en amargas privaciones, sin que el erario respirase de las urgencias con que se veía apurado.

¿Qué resultaría de la minoración o retención de unos sueldos que en esta ciudad son todos insuficientes para sostener el rango de sus respectivos empleos? Se vería V. E. afligido con un mal más de los que causan hoy tanta amargura a su corazón. ¿Acaso han creído nuestros mercaderes que la sustentación de los funcionarios públicos es un objeto de poca importancia para el gobierno? Los peligros que atacan la seguridad interior del país no interesan menos al Estado, que los riesgos exteriores de un enemigo poderoso: el orden público, la administración de justicia, el manejo de rentas reales, son los medios por donde dejando de ser un grupo de hombres que se destruirían mutuamente formamos una sociedad estable y regular: y cuando V. E. ha manifestado los apuros del erario real, no ha pedido consejo para no pagar los empleados, sino arbitrios para sostener con ellos las bases fundamentales del orden social. ¿No sería más propio de un mercader, que aparenta tanto celo por el bien general, ofrecer al Gobierno una o las dos tercias partes de sus mercaderías?

Quinto arbitrio: Oficiar a los gobiernos de Lima y Chile, para que proporcionen fondos de aquellas rentas, que deberán remitirse por la seguridad de la justa inversión que le dará V. E. Si este medio fuese asequible, mucho tiempo hace que pudo haberse ejecutado; pero aquellos gobiernos (cuya situación no es la más ventajosa) necesitan para sus propias atenciones los fondos que allí se acopian, y cuando puedan lograr algunos sobrantes, les darán el preferente destino de auxiliar a la Metrópoli, guardándose muy bien de dar a aquellos caudales una dirección excedente de los objetos y facultades a que deben ceñirse en su manejo. Cuando vi que el apoderado de Cádiz trataba de hacer venir fondos para nuestro socorro desde provincias remotas, creí que el arbitrio se reducía a ofrecer alguna gran suma a nombre del Consulado que representa, pues no teniendo los poderes del virrey de Lima o presidente de Chile, era excusada toda oferta de las rentas que gobiernan aquellos jefes; que tampoco puede tolerarse en clase de una advertencia, por no ser de su representación ni alcances hacerlas al Gobierno sobre la conducta y correspondencia privada que debe guardar con otros gobiernos igualmente superiores e independientes.

El sexto arbitrio se reduce a establecer una gran lotería a semejanza de la real de Madrid o de la de Méjico, en que se designen algunas suertes de buena fortuna, como desde trescientos hasta dos mil o tres mil pesos, capaces de lisonjear el interés de pobres, ricos y viudas. Agotados todos los fondos del real erario, empeñado en crecidos gastos de que no puede prescindir, apurado por urgencias y peligros que amenazan los fundamentos del estado, baja V. E. de la elevación de su empleo, y se digna consultar arbitrios prontos y eficaces, que puedan sostener esta gran máquina que se presenta vacilante; y cuando la importancia del objeto y dignidad de las personas encargadas de su remedio, parecían suficientes a excitar el celo y conocimientos con que el genio apurado inventa milagros, capaces de prevenir una ruina que ya se consideraba inevitable, sale el apoderado del Consulado de Cádiz con la invención de una lotería, que ni por los resultados del más feliz establecimiento, ni por el tiempo necesario a su organización, puede jamás considerarse como un auxilio oportuno para los urgentes y graves apuros que se tratan de remediar.

Las necesidades de los estados han producido raras invenciones, que unas veces los han salvado, otras han precipitado su ruina; pero ésta será la vez primera que se haya considerado el arbitrio de una lotería digno de ocupar la atención del gobierno y entrar en las profundas especulaciones a que la ciencia económica de los estados fía su conservación en semejantes circunstancias. Si en una tertulia privada se hubiese propuesto semejante arbitrio se habría reputado un pasatiempo, que algún genio festivo habría extendido a la habilitación de pulperías, cafés, canchas y otros recursos enteramente análogos al de la lotería: pero proponer semejantes medios ante la respetable presencia de V. E. es un atentado contra la decencia y la justa veneración que debe llevarse por guía en semejantes discusiones. Lo cierto es que apenas han trascendido al público semejantes propuestas, ha resultado una variación en las ideas que se ha hecho muy notable: los hacendados se han tranquilizado de las zozobras que antes les causaba la pendencia de un bien tan importante; porque han creído segura su consecución al ver la debilidad de los obstáculos con que se pretende entorpecer; los mercaderes de la oposición han decaído de ánimo al verla sostenida de una defensa, que con sólo publicarse ha quedado desvanecida antes de ser atacada; y de aquí una firme opinión en todas las gentes de que ha llegado el feliz momento de ver realizadas las solemnes promesas con que V. E. se ha dignado anunciar nuestra felicidad.

El último remedio que propone el apoderado del comercio de Cádiz, como radical y capaz por sí solo de aliviar los apuros, y precaverlos para lo sucesivo, es la puntual observancia de las leyes, y la doble vigilancia en el exterminio del contrabando, hasta desterrar enteramente las introducciones clandestinas, que en estos últimos tiempos se han practicado con escándalo. Si don Miguel de Agüero se manifiesta, en varios lugares de su escrito, asombrado de la conducta que han guardado en esta materia el Excmo. Cabildo y el Real Consulado, sus lectores deberán asombrarse, con más justicia, cuando observen, que avanzándose por grados en su representación, entra en reconvenciones extrañas a su persona y ofensivas de los altos respetos de esta superioridad.

La observancia de las leyes está encomendada a la elevada autoridad de V. E., y pendiendo de conocimientos muy profundos el prudente arbitrio, con que en ocurrencias extraordinarias puede aflojarse su rigor, es un desacato igual a su infracción querer el súbdito reglar por sus conceptos privados la intención y justicia de aquellas urgentes causas que obligan muchas veces a una suspensión provisoria. ¿Fue posible tal debilidad en el apoderado del comercio de Cádiz que se creyese con suficiente instrucción para abrir dictamen ante V. E. sobre el influjo que podría tener en la seguridad del estado la observancia o relajación temporal de ciertas leyes, de que penden los recursos indispensables a nuestra conservación? ¿Fue posible tal valentía, que manifestándose el Gobierno estrechado por las más graves urgencias, exponiendo que no se le presentaba otro recurso para salvar al estado que la suspensión de aquellas leyes, dirigiéndose a dos corporaciones respetables de esta ciudad para asegurar el acierto por actos de que la elevada autoridad de V. E. pudo prescindir, se ingiera oficiosamente un comerciante particular, sin otro título que la fe de su palabra, con que se supone apoderado del Consulado de Cádiz, y tomando un tono superior a su representación, diga: el Consulado y el Cabildo no han sostenido con dignidad sus respectivos deberes; si V. E. se halla en apuros, guarde las leyes, que esto solo remediará los males que lo afligen?

Señor: El orden público exige que cada ciudadano guarde los límites que le fijó en la sociedad su respectiva carrera: hoy se dirige a V. E. un mercader abriéndole dictamen oficiosamente sobre el cumplimiento de las leyes, y modo con que el gobierno superior debe conducirse acerca de ellas: mañana representará un artesano sobre los demás reglamentos económicos que medite V. E para la felicidad de estas provincias. ¿Qué resultaría de este trastorno? Envilecida la dignidad de estas materias, no terminarían sus resultas en su profanación, y los errores consiguientes al manejo de negocios superiores a los alcances de los que usurpaban su intervención sería el menor mal de los innumerables a que estaría expuesto el orden social.
No son vanos estos temores y V. E. encuentra una prueba de ellos en la reconvención que el apoderado del Consulado de Cádiz le dirige sobre la puntual observancia de nuestras leyes. Manifiesta V. E. la aniquilación del erario, y consulta si será conveniente abrir el comercio de los extranjeros para que los derechos de la circulación proporcionen ingresos capaces de sufragar las atenciones del Gobierno; el apoderado se hace cargo de los términos de esta consulta y la resuelve diciendo, que el medio verdadero de aumentar las rentas, remediar los apuros presentes y precaverlos para lo venidero es observar las leyes prohibitivas del comercio extranjero, y celar el contrabando con la mayor vigilancia. ¿Pudo nunca presumirse semejante respuesta si no se viese estampada?

No se admita el comercio, impídase rigurosamente el contrabando, y se aumentarán nuestras rentas: ¿por qué medios pueden influir en este aumento aquellas medidas? Que por unos recursos, que V. E. confiesa no tener, pero que al apoderado de Cádiz le parecen muy fáciles, se consiguiese alejar del Río de la Plata a los buques ingleses; que el celo más vigilante cortase toda introducción clandestina: se evitarían los males del contrabando, pero no se aumentarían nuestras rentas. Crecerán éstas cuando en virtud de un franco permiso entren por la aduana aquellas negociaciones que antes se introducían clandestinamente; pero observándose una general proscripción, no habrán ingresos algunos, porque tampoco habrá la importación y exportación, que únicamente puede producirlos; a no ser que el apoderado suponga tanta fuerza en la declamación con que se dirige a los comerciantes ingleses, que espere por fruto de ella que aquellos negociantes paguen derechos al tiempo de retirarse, por el honor de haber pisado en nuestras playas.

Unas inconsecuencias tan visibles demuestran que no es un verdadero celo el que inspira esta tenaz oposición; sería una ilación más legítima si hubiera dicho: arrojo V. E. de nuestras balizas a todos los barcos ingleses, célese con el posible rigor toda introducción clandestina, que entonces la gruesa negociación de géneros ingleses que llena mis almacenes producirá la grande ganancia que no podré conseguir en otro caso. Me he violentado, Señor Excmo., deteniéndome contra mi carácter en una personalidad tanto más extraña, cuanto es mayor el aprecio que dispenso a don Miguel Agüero; es necesario precaverse contra las impresiones que pudieran formarse a la distancia, pues tal vez se me retrate en Cádiz como un enemigo de aquel comercio, opuesto a los celosos esfuerzos de su representante; pero mis últimas exposiciones fijarán un legítimo concepto; ellas descubrirán que no soy enemigo de aquel comercio, sino amigo del bien nacional; y manifestarán igualmente el verdadero espíritu con que el apoderado ha promovido estas gestiones, cuando sepan que éste es el mismo individuo que agenció en Madrid el permiso de introducir tres negociaciones extranjeras en esta ciudad a que se refiere la real orden de 17 de junio de 1801: que se transfirió a Lisboa para su envío, y que siendo de los portugueses, se recibieron a comisión, y se vendieron en su propia casa en esta ciudad por los mismos extranjeros.

Pasando a los arreglos que el Consulado propone, encontramos en ellos excelentes medidas que, giradas sobre el concepto de un mal necesario, a cuya tolerancia abren la puerta apuros irresistibles, tratan de tornar en nuestro beneficio toda la influencia que sin estas precauciones podría resultar en nuestro daño. Tales son los medios que propone a V. E. en su representación; mis representados los adoptan y reproducen; pero expondrán al mismo tiempo las observaciones convenientes a evitar trabas perjudiciales, incapaces de otro efecto que menguar un plan generoso con notorio riesgo de frustrar una gran parte de la felicidad a que se destina.

El Consulado quiere que las negociaciones inglesas no puedan girarse y expenderse sino en cabeza de comerciantes españoles matriculados: la matrícula no sería un embarazo si se hubiese observado en esta ciudad; pero por un general desprecio de las formalidades y reglas a que las leyes y ordenanzas vinculan el fuero mercantil, ha producido en esta ciudad una general escasez de comerciantes matriculados, depositándose todo el giro de su comercio en personas que no por aquella falta dejan de estar adornadas de las cualidades que asegurarían su matrícula. En semejantes circunstancias no parece verificable la condición de que los consignatarios sean precisamente matriculados, gírense las negociaciones por manos españolas, que con esto sólo se obtendrá todo el bien que puede esperarse de aquella máxima.

Aun más perjudicial sería la otra condición que exige el mismo tribunal, queriendo que los cueros y demás frutos, además de los derechos reales y municipales, paguen los de entrada en España, y salida al extranjero. Todos los derechos claman, Señor Excmo., contra este gravamen; se interesa en su exterminio el bien de la tierra; que no manche el glorioso mando de V. E. una disposición tan contraria a los principios de la ciencia económica, y a la ilustración que debe presidir al gobierno de los pueblos. Todos los hombres conocen que no prosperará un país mientras no se faciliten las exportaciones de sus frutos por el alivio o entera libertad de los derechos que pudieran dificultarlas. V. E. trata de nuestra prosperidad, y ésta exige que cuando no se minoren los derechos, no pasen tampoco de la cuota establecida para la extracción y retorno de los buques negreros.

Quiere igualmente el Consulado que los apoderados españoles no puedan menudear, ni poner baratillos de géneros ingleses, ni vender sino por pacas, cajones, barricas, etc. Esta es otra traba igualmente ruinosa que las anteriores: admitidas las negociaciones inglesas, hechos nuestros los géneros por la licitud de su introducción, debe dejarse obrar libremente al interés y al cálculo, que sabrán reglar la circulación mejor que todos los establecimientos. Nadie, dice el señor Jovellanos, puede meditar con arreglo tan bien combinado como el que resulta naturalmente a esfuerzos del deseo de la ganancia; déjese obrar a los mercaderes según les convenga, que ellos nivelarán el giro con beneficio común por la rapidez de las especulaciones.

Que los apoderados no puedan tener compañía con otros españoles, ni remitir directamente negocios a las provincias interiores. Cuando fuese asequible esta condición, me detendría en impugnarla como gravosa: ¿pero quién podrá conseguir que se ejecute? El interés sabe practicar impunemente las más implicadas combinaciones: ¿cómo podrá estorbársele una simulación tan obvia y tan sencilla? El apoderado de un inglés no pierde por serlo los privilegios y derechos de todo español; no se le ligue, pues, a condiciones gravosas, que agravian su carácter, ofenden su persona, atacan su fortuna, y pueden ser burladas fácilmente.
Que se prohíba toda ropa hecha, muebles, coches, etc. Esta es otra traba tan irregular como las anteriores: un país que empieza a prosperar no puede ser privado de los muebles exquisitos que lisonjean el buen gusto, que aumentan el consumo. Si nuestros artistas supiesen hacerlos tan buenos, deberían ser preferidos, aunque entonces el extranjero no podría sostener la concurrencia; ¿pero será justo que se prive comprar un buen mueble sólo porque nuestros artistas no han querido contraerse a trabajarlo bien? ¿No es escandaloso que en Buenos Aires cueste veinte pesos un par de botas bien trabajadas? Admítanse todas las obras y muebles delicados que se quiera introducir: si son inferiores a los del país, no causarán perjuicio; si son superiores excitarán la emulación, y precisarán a nuestros artistas a mejorar sus obras para sostener la concurrencia; y en todo caso, fijado el equilibrio bajo el nuevo aspecto que introducirá la baratura de aquellos renglones, cuyo excesivo valor ha hecho subir a igual grado a todos los demás, no tendrán reparo los artesanos en bajar de precio unas obras cuyo menor valor debe serles más ventajoso que el antiguo.

Mis instituyentes se guardarían de anticipar el juicio de V. E., prefijando arreglos que son propios de esta superioridad: pero reduciendo la materia a las relaciones que tiene con el fomento de la agricultura, hacen a V. E. la siguiente súplica:

Primera: Que la admisión del franco comercio se extienda al determinado tiempo de dos años, reservando su continuación al juicio soberano de la Suprema Junta, con arreglo al resultado del nuevo plan.

Segunda: Que las negociaciones inglesas se expendan precisamente por medio de españoles, bajo los derechos de comisión, o recíprocos pactos que libremente estipulasen.
Tercera: Que cualquiera persona, por el solo hecho de ser natural del Reino, esté facultada para estas consignaciones, siéndole libre la elección de cualesquiera medios para ejecutar las ventas, como asimismo remitir a las provincias las negociaciones que les acomodasen.
Cuarta: Que en la introducción de los efectos paguen los derechos en la misma forma y cantidad que para los permisos particulares que se han introducido.

Quinta: Que todo introductor esté obligado a exportar la mitad de los valores importados en frutos del país: siendo responsables al cumplimiento de esta obligación los consignatarios españoles a cuyo cargo giran las expediciones.

Sexta: Que los frutos del país, plata, y demás que se exportasen paguen los mismos derechos establecidos para las extracciones que practican en buques extranjeros por productos de negros; sin que se extienda en modo alguno esta asignación por el notable embarazo que resultaría las exportaciones, con perjuicio de la agricultura, a cuyo fomento debe convertirse la principal atención.

Séptima: Que los lienzos ordinarios de algodón que en adelante puedan entorpecer o debilitar el expendio de los tucuyos de Cochabamba, y demás fábricas de las provincias interiores que son desconocidos hasta ahora entre las manufacturas inglesas, paguen un veinte por ciento o más de los derechos del círculo, para equilibrar de este modo su concurrencia.
Que de los dos sujetos que se elijan por esta superioridad para veedores e interventores en los reconocimientos de los géneros, y demás concerniente al nuevo arreglo, sea uno hacendado precisamente, reservándose el apoderado de este gremio pasar a V. E. una lista de los principales hacendados sobre quienes puede recaer el nombramiento, que deberá también practicarse para la plaza de Montevideo.

Estos son los puntos que influyen principalmente en la prosperidad de la agricultura, cuyos derechos represento en las personas de los cultivadores: el superior discernimiento de V. E. sabrá reglar por una inteligente combinación los diferentes extremos que se deben reunir, para afirmar sobre principios estables el gran beneficio. El presentimiento de una felicidad cercana ha empezado a variar el triste aspecto que presentaban estas provincias, cuando V. E. se posesionó de su mando: el país se cree ya feliz, porque sabe que trata V. E. de su prosperidad; ¿y cómo podrían burlarse tan justas esperanzas cuando la causa del rey se halla íntimamente unida al bien de la tierra? Yo congratulo a mis conciudadanos, porque a los peligros que amenazaban su seguridad, va a suceder el tranquilo goce de todos los bienes que hacen feliz a un pueblo: congratulo igualmente a V. E., pues las aflicciones que sufrió al principio su corazón por el estado vacilante de este virreinato, no han durado más que lo muy preciso para abrir las sendas que el respeto de antiguas preocupaciones mantenía cerradas.
Es muy glorioso para V. E. que estuviese reservada al tiempo de su mando la organización de un plan que va a dar al Gobierno un poder real de que antes carecía y a la Provincia una existencia que sólo por cálculos posibles era antes conocida: doscientos mil brazos fecundarán nuestros fértiles campos, y derramando una general abundancia atraerán sobre V. E. la gratitud y bendiciones de todos los pueblos. En la gaceta de Baltimore, del mes de marzo de este año, se anunció solemnemente el aviso del caballero Foronda de que estaban autorizados todos los cónsules españoles para otorgar patentes a los buques angloamericanos que quisiesen comerciar en Puerto Rico, Cuba, Habana, Maracaibo, Guaira y San Agustín de la Florida; dentro de poco se leerá igualmente en los papeles ingleses la relación mercantil que ha establecido V. E. con aquella nación; y esta noticia hará extensiva a la Metrópoli los buenos efectos de una resolución tan justa y bien calculada.

Nada es hoy tan provechoso para la España como afirmar por todos los vínculos posibles la estrecha unión y alianza de la Inglaterra. Esta nación generosa que conteniendo de un golpe el furor de la guerra franqueó a nuestra Metrópoli auxilios y socorros de que en la amistad de las naciones no se encuentran ejemplos, es acreedora por los títulos más fuertes, a que no se separe de nuestras especulaciones el bien de sus vasallos. No puede ser hoy día buen español el que mire con pesar el comercio de la Gran Bretaña: recuérdense aquellos fatales momentos, en que desquiciada nuestra monarquía, no encontraba en sí misma recursos que anticipadamente había arruinado un astuto enemigo. ¡Con qué ternura se recibieron entonces los generosos auxilios con que el genio inglés puso en movimiento esa gran máquina que parecía inerte y derrumbada! ¡Con cuánto júbilo se celebró su alianza, y se anunció la gran fuerza que se nos agregaba con la amistad y unión de nación tan poderosa! Es una vileza vergonzosa que apenas se ha tratado de reglar un comercio que únicamente puede salvarnos, y que no puede practicarse sino por medio de nuestros aliados, se les mire por nuestros mercaderes con una execración injuriosa a comerciantes tan respetables, e incompatible con el placer que antes manifestaban por sus grandes beneficios.

Acreditamos ser mejores españoles cuando nos complacemos de contribuir por relaciones mercantiles a la estrecha unión de una nación generosa y opulenta, cuyos socorros son absolutamente necesarios para la independencia de España. Sabemos que en la guerra de sucesión consiguió la Francia un libre comercio con las Américas españolas, y nos avergonzaríamos de negar a la gratitud lo que entonces arrancó la dependencia y el temor; en la necesidad de obrar nuestro bien, no nos arrepintamos de que tenga parte en él una nación a quien debemos tanto, y sin cuyo auxilio sería imposible la mejora que meditamos. Estos son los votos de veinte mil propietarios que represento, y el único medio de establecer con la dignidad propia del carácter de V. E. los principios de nuestra felicidad, y de la reparación del erario. 

Buenos Aires, septiembre 30 de 1809.